- I -
En las afueras del pueblo, a unas
diez cuadras de la plaza céntrica, el puente viejo tiende su arco sobre el río,
uniendo las quintas al campo tranquilo.
Aquel día, como de costumbre,
había yo venido a esconderme bajo la sombra fresca de la piedra, a fin de pescar
algunos bagresitos, que luego cambiaría al pulpero de «La Blanqueada» por
golosinas, cigarrillos o unos centavos.
Mi humor no era el de siempre;
sentíame hosco, huraño, y no había querido avisar a mis habituales compañeros de
huelga y baño, porque prefería no sonreír a nadie ni repetir las chuscadas de
uso.