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Estábamos de guarnición cerca de Santiago de Cuba. Había llovido esa noche; no obstante el calor era excesivo. Aguardábamos la llegada de una compañía de la nueva fuerza venida de España, para abandonar aquel paraje en que nos moríamos de hambre, sin luchas, llenos de desesperación y de ira. La compañía debía llegar esa misma noche según el aviso recibido.

Como el calor arreciase, y el sueño no quisiese darme reposo, salí a respirar fuera de la carpa. Pasada la lluvia, el cielo se había despejado un tanto y en el fondo oscuro brillaban algunas estrellas. Di suelta a la nube de tristes ideas que se aglomeraban en mi cerebro. Pensé en tantas cosas amadas que estaban allá lejos; en la perra suerte que nos perseguía; en que quizá Dios podría dar un nuevo rumbo a su látigo y nosotros entrar en una nueva vía, en una rápida revancha. En tantas cosas pensaba... ¿Cuánto tiempo pasó? Las estrellas sé que poco a poco fueron palideciendo; un aire que refrescó el campo todo sopló del lado de la aurora, y ésta inició su aparecimiento, entre tanto que una diana que no sé por qué llegaba a mis oídos como llena de tristeza, regó sus notas matinales.

Poco tiempo después se anunció que la compañía se acercaba. En efecto, no tardó en llegar a nosotros, y los saludos de nuestros camaradas y los nuestros se mezclaron en el nuevo sol.

Momentos después hablábamos con los compañeros. Nos traían noticias de la patria. Sabían los estragos de las últimas batallas. Como nosotros estaban desolados, pero con el deseo quemante de luchar, de agitarse en una furia de venganza, de hacer todo el daño posible al enemigo. Todos eran jóvenes y bizarros, menos uno; todos nos buscaban para comunicar con nosotros, para conversar; menos uno. Nos traían provisiones que fueron repartidas. A la hora del rancho, nos pusimos a devorar nuestra escasa pitanza, menos uno.

Tendría como unos cincuenta años, mas también podía haber tenido trescientos. Su mirada triste parecía penetrar hasta lo hondo de nuestras almas y decirnos cosas de siglos. Alguna vez que se le dirigía la palabra, casi no contestaba; sonreía melancólicamente, se aislaba, buscaba la soledad; miraba hacia lo hondo del horizonte, por el lado del mar.

Era el abanderado. ¿Cómo le llamaban? No oí su nombre nunca.

El capellán me dijo, dos días después:

 
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