https://www.elaleph.com Vista previa del libro "Enriqueta" de Francois Copée | elaleph.com | ebooks | ePub y PDF
elaleph.com
Contacto    Jueves 25 de abril de 2024
  Home   Biblioteca   Editorial   Libros usados    
¡Suscríbase gratis!
Página de elaleph.com en Facebook  Cuenta de elaleph.com en Twitter  
Secciones
Taller literario
Club de Lectores
Facsímiles
Fin
Editorial
Publicar un libro
Publicar un PDF
Servicios editoriales
Comunidad
Foros
Club de lectura
Encuentros
Afiliados
¿Cómo funciona?
Institucional
Nuestro nombre
Nuestra historia
Consejo asesor
Preguntas comunes
Publicidad
Contáctenos
Sitios Amigos
Caleidoscopio
Cine
Cronoscopio
 
 

 

I

Cuando el cura hubo dado la bendición, los amigos y conocidos del difunto salieron de la iglesia después de tomar el agua bendita, y se reunieron en la plaza de Santo Tomás de Aquino, y aquellos hombres de buena sociedad entablaron diversas conversaciones, satisfechos de respirar el aire libre y disfrutar de las caricias del sol de marzo, después del aburrimiento de una misa interminable y de las molestias de una atmósfera sofocante producida por el incienso y los caloríferos.

-¡Pobre, Bernard!... Indudablemente es duro irse al otro barrio a los cuarenta y dos años!...

-Sin duda, pero convengamos en que él se tuvo la culpa... No se ha cuidado mucho... ¡ha sido tan calavera!...

-¡Ha hecho una vida tan disipada! ¡El juego, las mujeres, la buena mesa... en fin, todo el equipaje del diablo!

-Parece también que estaba un poco arruinado.

-No, eso no. Por el contrario, acababa de heredar de una anciana tía de quinientos a seiscientos mil francos. Así es que debe dejar a su viuda y a su hijo una bonita fortuna.

-Entonces la bella señora de Bernard se volverá a casar.

-¿Quién sabe? Puede que no lo haga por el hijo. Dicen que lo adora.

En sima, se lamentaba poco la muerte de aquel hombre, conducido a la tumba con todo el lujo de que son capaces las empresas de pompas fúnebres: misa cantada, flores de Niza, antorchas de llama verde alrededor del catafalco. Y el más gallardo maestro de ceremonias. ¡Oh! Un tipo soberbio, con el aspecto lúgubre y las patillas blancas de un antiguo par de Inglaterra; un hombre admirable que la administración no presentaba más que en las grandes ocasiones y que, en otros tiempos, había desempeñado los papeles de padre noble en los teatros de provincia. Pero, a pesar de todo este aparato, el difunto señor Bernard des Vignes, diputado, miembro del consejo general de Mayenne, antiguo oficial de caballería, caballero de la Legión de Honor, etc., era tratado con arreglo a sus méritos en las conversaciones entabladas a media voz por todos aquellos señores enlutados.

Y la verdad es que no había sido sino un calavera vulgar, sin gracia, sin elegancia, y que seguía siendo provinciano a pesar de sus quince años de París. Nada más trivial que su historia. Rico, se casó a los veintiocho años con la hija de un senador corso, amigo personal de Napoleón III, la admirable señorita de Antonini, cuya belleza de transteverina producía por entonces sensación en las Tullerías y en Compiegne. Durante algún tiempo la amó a su manera. De pronto, injusta, y neciamente celoso de su mujer, renunció su empleo de teniente de dragones de la Emperatriz, se retiró a sus propiedades, y adquirió costumbres chabacanas, no quitándose nunca las botas de caza, fumando de sobremesa en pipa, mientras saboreaba después del café unas copas de licor. Tuvo un hijo, único consuelo de la señora de Bernard, pronto abandonada por el antiguo libertino de guarnición, que, después de dos años de vida casera, iba con frecuencia a París a echar una cana al aire, y que en sus excursiones de caza, mientras almorzaba una rústica tortilla en el ángulo de una mesa, abrazaba a las mozas que lo servían.

El primer cañonazo de la guerra de 1870 despertó, sin embargo, un eco en el alma de aquel grosero vividor y le recordó que había sido soldado. Comandante de móviles, se batió con bizarría, ganó una herida y la cruz, y en las primeras elecciones fue enviado a la Cámara por su departamento. Como era un grandísimo bestia, siguió a las mayorías. De reaccionario, pasó sucesivamente al centro derecho, después al izquierdo. No abrió jamás la boca, más que para pedir la clausura, y fue siempre reelegido. Pero, obligado por sus funciones a vivir en París, dio rienda suelta a su temperamento y se entregó a los placeres.

La señora, de Bernard se encontró entonces completamente abandonada y no vio sino rara vez, y apenas a las horas de comer, a aquel marido a quien nunca había amado y a quien entonces despreciaba. Demasiado honrada para vengarse y demasiado altiva para quejarse, huyó del mundo, y casi siempre sola en su apartamento de la calle Malaquais, se consagró enteramente a su hijo, que cursaba como externo en el Liceo de Luis el Grande y daba ya muestras de una inteligencia singularmente precoz. Era de esas madres que aprenden el griego y el latín, para poder corregir los cuadernos y hacer repasar las lecciones a su hijo. Se hablaba de ella con admiración, porque las pocas mujeres admitidas a su intimidad, no tenían motivo de envidia contra aquella belleza que se escondía, aunque seguía siendo admirable, y en la que los treinta años habían impreso un sello ardiente y los tonos pálidos de un hermoso mármol, y que ni el tiempo ni los pesares habían marchitado. Aquella desgracia, soportada con tanto valor y tanta dignidad, era citada en todas partes como un ejemplo, y la maledicencia parisiense ni siquiera subrayaba con una sonrisa el nombre del coronel Voris, un compañero de promoción de su marido, cuyo sentimiento respetuoso por la señora de Bernard des Vignes osaba apenas manifestarse por medio de tímidas visitas.

Por fin, había, concluido el largo suplicio de esa pobre mujer. Bernard, el gran Bernard, como le llamaban sus amigos del club, no había podido resistir su última indigestión de trufas; en el atrio de la iglesia, alrededor del voluminoso féretro que esperaba el furgón de las pompas fúnebres, se formaba corro para escuchar los discursos.

Pero, mientras desfilan las mentiras oratorias, «buen francés, intrépido soldado, patriota ilustrado,» todos aquellos señores importunados por el difunto que daba demasiado que hablar, pensaban cuando más -si pensaban algo,- en la hermosa y opulenta viuda que por fin quedaba libre, y cuando terminó la ceremonia y se, dispersó la concurrencia, repitióse muchas veces en los diálogos de despedida esta frase:

-La bella señora de Bernard volverá a casarse antes de un año... ¿Quiere usted apostar algo?

 

 
 
 
Consiga Enriqueta de Francois Copée en esta página.

 
 
 
 
Está viendo un extracto de la siguiente obra:
 
Enriqueta de Francois Copée   Enriqueta
de Francois Copée

ediciones elaleph.com

Si quiere conseguirla, puede hacerlo en esta página.
 
 
 

 



 
(c) Copyright 1999-2024 - elaleph.com - Contenidos propiedad de elaleph.com