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Mucho he dudado, Bruto, si era más difícil negarte lo que tantas veces me pediste o hacer lo que me rogabas. El negarme a quien tanto quiero y que tanto me ama, especialmente en una petición tan justa, me era muy duro, y el tomar a mi cargo una cosa tan importante que no sólo era difícil conseguir, sino abarcar con el pensamiento, me parecía digno de incurrir en la reprensión de los varones doctos y prudentes. Habiendo entre los buenos oradores tanta desemejanza, ¿quién podrá juzgar cuál es el mejor estilo y manera de decir? Pero ya que tanto me lo ruegas, lo intentaré, no con la esperanza de llevarlo a cabo, sino con la voluntad de probarlo. Más quiero que me acuses de falta de prudencia porque he accedido a tus deseos, que de falta de benevolencia porque no lo he hecho.

Muchas veces me has preguntado qué género de elocuencia me agrada más y cuál me parece el más perfecto y acabado, en términos que nada pueda añadírsele. Pero temo que si hago lo que deseas, y trazo la imagen del orador que buscas, retarde los estudios de muchos que, perdiendo toda esperanza, no querrán intentar lo que desconfían de poder conseguir. Pero necesario es que lo prueben todo los que se arrojan a grandes y difíciles empresas. Y si a alguno le faltare disposición natural o condiciones de ingenio, o estuviere poco instruido en las artes liberales, siga, no obstante la carrera, hasta donde pueda. Aunque siempre se desea el primer lugar, no es vergonzoso quedarse en el segundo o en el tercero. Entre los poetas (limitándome ahora a los griegos), no sólo hay lugar para Homero, para Arquíloco, Sófocles o Píndaro, sino para los segundos después de éstos, y aun para los inferiores después de los segundos. Ni a Aristóteles le apartó de escribir de filosofía el amplio estilo de Platón, ni el mismo Aristóteles, a pesar de su admirable ciencia y riqueza de conocimientos, atajó los estudios de los que vinieron después.

Y no sólo acontece esto en las más altas especulaciones y en las artes superiores, sino que lo mismo sucede con los artífices, aunque no logren imitar la hermosura del Yaliso de Rodas o de la Venus de Cos. Ni el simulacro de Júpiter Olímpico, ni la estatua del Doriforo, fueron parte a que otros dejasen de probar hasta dónde podrían llegar sus fuerzas, y hubo tantos escultores, y de tanto mérito cada uno en su género, que admirando lo perfecto, no dejamos por eso de aplaudir lo inferior. De los oradores griegos es de admirar cuánto sobresale uno entre todos los restantes. Este es Demóstenes; pero antes de el hubo muchos e ilustres oradores, y después tampoco faltaron. No hay razón para que se pierda la esperanza o para que desmayen en el trabajo los que se han dedicado al estudio de la elocuencia. Ni ha de desesperarse de la perfección misma, porque en casos tan difíciles, todavía es buen lugar el que está cerca del primero. Yo me propongo hacer un orador como quizá no le hubo nunca; no busco el orador que ha existido, sino la idea de la perfección suma, que no sé si se ha logrado todavía en el conjunto del discurso, por más que brille en algunas partes con más o menos frecuencia o rareza. Creo que nada hay y tan hermoso en ningún género que no ceda su hermosura a aquella idea de que es imagen y que no puede percibirse ni por los ojos, ni por los oídos, ni por ningún sentido, sino sólo por el pensamiento y la inteligencia. Todavía podemos concebir estatuas más perfectas que las de Fidias, aunque sean éstas las más acabadas que en su género hemos visto, y pinturas más hermosas que las que nombré antes.

Y por eso aquel artífice, cuando hacía la estatua de Jove o de Minerva, no contemplaba ningún modelo del cual tomase la semejanza, sino que habitaba en su mente un admirable dechado de perfección, a cuya semejanza, y sin apartar de ella los ojos, dirigía su arte y su mano.

Así como en las formas y en las figuras hay algo perfecto y excelente que sirve de regla para imitar y juzgar los objetos visibles, así llevamos en la mente la idea de la perfecta elocuencia, y con los oídos buscamos su imagen. A estas formas de las cosas llama ideas aquel sapientísimo autor y maestro no sólo de filosofía, sino de elocuencia, Platón, y dice que nunca nacieron, y que son eternas y están contenidas en la razón y en la inteligencia, y que todo lo demás nace, muere, corre, se desliza y nunca permanece en el mismo ser y estado. Cualquiera que sea la materia de que se dispute, ha de referirse siempre a !a última forma y especie de su género. Pero veo que este preámbulo mío no está tomado de las disputas oratorias. sino de lo más hondo de la filosofía, y tanto por antigua como por oscura ha de merecer reprensión o a lo menos admiración de parte de muchos. Se admirarán algunos diciendo que esto no pertenece al asunto de que tratamos, pero ya les desengañará la cosa misma. v comprenderán por qué hemos traído de tan lejos el principio. Otros nos reprenderán porque abrimos inusitadas vías, y dejamos las comunes y trilladas. Yo, sin embargo, creo decir cosas nuevas cuando repito las antiguas y ya desconocidas para muchos, y confieso que como orador (si es que lo soy), y sea cualquiera el valor de mi oratoria, no he salido de las oficinas de los retóricos, sino de los jardines de la Academia.

En todo lo que allí se dice se ve todavía impresa la huella de Platón; su doctrina y la de los demás filósofos inflaman y ayudan mucho al orador. Ellos agotaron, digámoslo así, toda la riqueza y descuajaron toda la selva oratoria; pero dejaron las causas forenses para musas más agrestes y menos cultas, como ellos mismos solían decir. Así la elocuencia forense, despreciada y repudiada por los filósofos, careció de muchos y grandes auxilios; mas con el ornato de palabras Y sentencias, logró aplausos entre el pueblo y no temió el juicio y reprensión de unos pocos. Así a los doctos faltó la elocuencia popular, y a los disertos la elegante doctrina.

Establezcamos ante todo (y esto se entenderá mejor después) que sin la filosofía nadie puede ser elocuente; no porque en la filosofía se encuentre todo, sino porque ayuda al orador como la palestra al histrión, si es lícito comparar las cosas pequeños con las grandes. Sin la filosofía, nadie puede discurrir ni hablar de grandes y variadas cosas con extensión y abundancia.

Por eso en el Fedro de Platón dice Sócrates que Pericles aventaja a los demás oradores, por haber sido oyente del físico Anaxágoras, del cual aprendió muchas y excelentes cosas, y en cuya escuela adquirió riqueza, fecundidad y buen gusto en el estilo, lo cual es el principal mérito de la elocuencia, y el arte de atraer los ánimos a donde quería.

Lo mismo puede decirse de Demóstenes, pues vemos por sus epístolas que fue asiduo discípulo de Platón. Y en verdad que sin la ciencia de los filósofos no podemos distinguir el género y la especie de cada cosa, ni definirla, ni dividirla, ni separar lo verdadero de lo falso, ni rechazar lo inconsecuente, repugnante y ambiguo. ¿Y qué diré del estudio de la naturaleza, que tantos tesoros proporciona al discurso? ¿Qué puede saberse de la vida, de los deberes, de la virtud, de las costumbres, sin un grande estudio de la filosofía?

A todo esto se han de añadir innumerables ornatos de dicción, que antes enseñaban sólo los filósofos. De aquí que nadie consiga la verdadera y absoluta elocuencia, porque una es la ciencia del razonar y otra la del bien decir, y unos buscan la doctrina de las cosas y otros la de las palabras. Así Marco Antonio, a quien nuestros padres concedieron la palma de la elocuencia, varón de ingenio muy agudo y prudente, dícenos en el único libro que nos dejó, que había visto muchos oradores disertos, pero ninguno elocuente. Y es que había en su entendimiento un modelo de elocuencia que veía con los ojos del alma, pero no en el mundo real.

 
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de Marco Tulio Cicerón

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