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I

En la estación de Progónnais se estaban celebrando las vísperas. Ante la gran imagen pintada con vivos colores sobre fondo de oro, se agrupaban los empleados de ferrocarriles con sus mujeres e hijos, y también los leñadores y aserradores que trabajaban en las inmediaciones, a lo largo de la línea. Todos se mantenían en silencio, fascinados por el brillo de las luces y los aullidos de la nevasca que, cuando nadie la esperaba, se había desatado a pesar de estar ya en vísperas de la Anunciación. Oficiaba el viejo sacerdote de Vedeniápino y el canto corría a cargo del salmista y de Matvei Teréjov.

La cara de Matvei resplandecía de felicidad; alargaba el cuello como si quisiera salir volando. Cantaba con voz de tenor y recitaba con el mismo timbre, poniendo en ello un dulce vigor. Al llegar a «La voz del Arcángel», empezó a agitar la mano como un director de orquesta y, procurando ajustarse al sordo bajo del sacristán, dejó oír una complicada floritura. Veíase que esto le producía gran satisfacción.

Terminadas las vísperas, todos se dispersaron tranquilamente. Volvieron la oscuridad, el vacío y el silencio que sólo se observa en las estaciones de ferrocarril levantadas en pleno campo o en el bosque cuando el viento silba y no se oye nada más, cuando se siente todo el vacío que reina alrededor, toda la angustia de la vida que transcurre pausadamente.

Matvei vivía no lejos de la estación, en la posada de un primo suyo. Pero no sentía deseos de volver a casa. Se había quedado con el cantinero, detrás del mostrador, y contaba a media voz :

-En la fábrica de azulejos teníamos nuestro coro. Y he de decirle que, aunque lo componíamos simples obreros, cantábamos de veras, magníficamente. A menudo nos hacían ir a la ciudad, y cuando el vicario Ioann celebraba en la iglesia de la Trinidad, el coro de la diócesis cantaba a la derecha y nosotros a la izquierda. De lo único que en la ciudad se quejaban era de que dilatábamos mucho el canto, que aquello se prolongaba demasiado. Bien es verdad que empezábamos a las siete el himno de San Andrés y el Hosanna, y terminábamos pasadas las once; así que, cuando llegábamos a la fábrica, eran ya más de las doce. ¡Qué bien se pasaba allí! - suspiró Matvei-. Lo que se dice muy bien, Serguei Nikanórich. En cambio, aquí, en la casa familiar, no hay la menor alegría. La iglesia más próxima está a cinco verstas, y con mi mala salud me resulta imposible llegar hasta ella. No hay cantores. En nuestra familia no se conoce la tranquilidad: todo es ruido, blasfemias y suciedad. Comemos todos de la misma cazuela, como los mujiks, y en la sopa aparecen cucarachas... Dios no me concede la salud, y, a no ser por esto, ya me habría marchado hace tiempo, Serguei Nikanórich.

Matvei Teréjov no era viejo, no pasaba de los cuarenta y cinco, pero su expresión era enfermiza, su cara estaba llena de arrugas y su barbita, rala y transparente, era ya blanca, lo que le hacía aparentar muchos más años. Hablaba con voz débil, como poniendo cuidado, y al toser se llevaba las manos al echo; en aquellos momentos su mirada se hacía inquieta, como en las personas muy aprensivas. Nunca decía fijamente qué era lo que le dolía, pero le agradaba contar con gran lujo de detalles cómo en una ocasión, al levantar un pesado cajón, había sentido un profundo dolor y se le había formado una hernia, obligándole a abandonar el trabajo en la fábrica de azulejos y volver a sus lares. Pero no podía explicar lo que era una hernia.

-A decir verdad, no quiero a mi primo - prosiguió, sirviéndose un vaso de té-. Es mayor que yo, y parece pecado criticarlo; temo a Dios nuestro Señor, pero no lo puedo aguantar. Es un hombre orgulloso, muy serio, mal hablado, tortura a sus familiares y criados y no frecuenta la iglesia. El domingo pasado le pedí cariñosamente: «Primo, vayamos a la misa de Pajómovo.» Y él replicó: «No quiero; el pope de Pajómovo juega a las cartas.» Y tampoco ha venido hoy aquí, porque dice que el sacerdote de Vedeniápino fuma y bebe. ¡No es amigo del clero! El mismo dice en su casa la misa, los maitines y las vísperas, y su hermana le sirve de sacristán. El empieza el Oremus y ella sigue con una voz muy fina, como una pava: «¡Señor, ten piedad de nosotros! ...» Un verdadero pecado. Todos los días le digo: «Date cuenta de lo que haces, primo. Arrepiéntete», pero no me hace caso.

Serguei Nikanórich, el cantinero, llenó cinco vasos de té y los llevó en una bandeja a la sala de espera de señoras. Apenas había entrado cuando se oyó un grito:

-¿Qué maneras son ésas, hocico de cerdo? ¡Ni siquiera sabes servir!

Era la voz del jefe de estación. Siguió un tímido balbuceo y luego se levantó otro grito, malhumorado y duro:

-¡Largo de aquí!

El cantinero volvió todo turbado.

-En tiempos dejaba complacidos a condes y príncipes -murmuró-. Y ahora dice que no sé servir el té... ¡Me ha reñido en presencia del sacerdote y de las señoras!

Serguei Nikanórich había tenido en otros tiempos mucho dinero y había sido dueño de la cantina de una estación de primer orden, en una capital de provincia donde se cruzaban dos vías férreas. Entonces usaba frac y reloj de oro. Pero las cosas empezaron a irle mal, invirtió todos sus recursos en un lujoso servicio, los criados le robaban y, de mal en peor, pasó a otra estación menos importante. Allí se le escapó la mujer, llevándose toda la plata, y él descendió a una tercera estación de menos categoría, en la que ya no se servían platos calientes. Luego a una cuarta. Cambiando a menudo y bajando cada vez más, llegó a Progónnaia, donde sólo se vendían té, vodka barato y, como aperitivos, huevos duros y un embutido al que no se le podía meter el diente, que olía a brea y que él mismo, en son de burla, llamaba «embutido musical». Estaba completamente calvo, sus ojos eran azules y saltones, y lucía unas espesas y rizadas patillas que se peinaba a menudo, mirándose en un espejito. Los recuerdos del pasado le atormentaban sin cesar; le era imposible acostumbrarse al «embutido musical», a las groserías del jefe de estación y a los mujiks, que regateaban en el precio, siendo así que, según él, regatear en la cantina era tan indecoroso, como en una farmacia. Sentía el bochorno de su pobreza y humillación, y este bochorno era ahora lo principal en su vida.

-La primavera viene este año con retraso - dijo Matvel, prestando atención al silbido del viento-. Y es preferible. No me gusta la primavera. Hay mucho barro, Serguei Nikanórich. En los libros escriben que al llegar la primavera cantan los pájaros y calienta el sol. ¿Qué tiene eso de agradable? El pájaro no es más que un pájaro. A mí me agrada la buena sociedad; oír hablar a la gente, conversar sobre cuestiones religiosas o cantar a coro algo hermoso, pero los ruiseñores y las flores, ¡que se vayan con Dios!

 
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