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I

En el patio del hospital hay un pequeño pabellón rodeado de un verdadero bosque de cardos, ortigas y cáñamo silvestre. Su techumbre está oxidada, la chimenea medio caída, los escalones de la entrada se hallan podridos y cubiertos de hierba, y del yeso del enlucido no quedan más que las huellas. Su fachada da al hospital, y por la parte trasera empieza el campo, del que lo separa una valla gris coronada de clavos. Estos clavos, con las puntas hacia arriba, la valla y el propio pabellón tienen ese aspecto particular, triste y repulsivo, que en nuestro país sólo se encuentra en los hospitales y las cárceles.

Si no teméis que os piquen las ortigas, sigamos el estrecho sendero que lleva al pabellón y veremos qué pasa dentro. Abrimos la primera puerta y pasamos al zaguán. Aquí, junto a la pared y la estufa, hay verdaderas montañas de trastos y ropas. Colchonetas, viejas batas hechas un guiñapo, pantalones, camisas a rayas azules, zapatos rotos que no sirven para nada: todos estos harapos están amontonados, arrugados, revueltos, medio podridos, y de ellos emana un olor pestilente.

Sobre esta basura se halla siempre tumbado, con la pipa entre los dientes, el loquero Nikita, viejo soldado licenciado de galones descoloridos. Su cara es dura, de hombre aficionado a la bebida, de cejas arqueadas, que le infunden el aspecto de mastín de la estepa, y de nariz roja; es más bien bajo, enjuto y nervudo, pero su aspecto impone y posee unos puños enormes. Pertenece al género de personas simples, cumplidoras de su deber y obtusas que ponen por encima de todo el orden y que por eso están convencidas de que hay que emplear los puños. Pega en la cara, en el pecho, en la espalda, en cualquier sitio, y tiene la seguridad de que de otro modo no mantendría aquello en orden.

Luego entraréis en una pieza grande, muy espaciosa, que ocupa todo el pabellón, a excepción del zaguán. Las paredes están pintadas de un color azul sucio y el techo se encuentra ennegrecido como una de esas isbas que carecen de chimenea: se ve que en invierno encienden la estufa y que ésta despide mucho humo. Las ventanas están protegidas por la parte de dentro con barrotes de hierro. El suelo es gris y sus tablas abundan en astillas. Apesta a col agria, ahumo de la mecha de la lámpara, a chinches y a amoníaco, y este olor nauseabundo os produce en el primer momento la impresión de haber entrado en una jaula de fieras.

En la habitación hay varias camas sujetas al suelo. En ellas permanecen sentados o tumbados unos hombres envueltos en azules batas hospitalarias y tocados con unos gorros de dormir como los que se usaban en otros tiempos. Son locos.

En total son cinco. Sólo uno de ellos es de origen noble; los demás son menestrales. El primero conforme se entra es un hombre alto y flaco, de bigote rojizo y brillante y ojos llorosos; está sentado, con la cabeza apoyada en las manos y la mirada fija en el vacío. Pasa los días y las noches sumido en la tristeza, meneando la cabeza, suspirando y sonriendo amargamente; en muy contadas ocasiones interviene en la conversación y de ordinario no contesta a las preguntas. Come y bebe maquinalmente, cuando le dan. A juzgar por la tos que le desgarra el pecho, lo flaco que está y el color de las mejillas, tiene comienzos de tisis.

Sigue un viejo pequeño muy vivaracho que no cesa de moverse, de barbita en punta y un pelo oscuro y crespo como el de un negro.

El día se lo pasa yendo y viniendo de una ventana a otra, o bien permanece sentado en su camastro con las piernas recogidas a la manera de los turcos, silbando como un pinzón, cantando a media voz y riendo con una risita suave. Su alegría infantil y vivo carácter se manifiestan también por la noche, cuando se levanta para rezar, es decir, para darse golpes de pecho y hurgar en la puerta. Es el judío Moiseika, un imbécil que perdió la razón hace veinte años, cuando un incendio acabó con su taller de sombrerería.

Es el único habitante de la sala número seis a quien se le permite salir del pabellón y hasta del patio del hospital, a la calle. Es un privilegio que disfruta desde hace mucho, probablemente en consideración al tiempo que lleva recluido y porque es un tonto tranquilo e inofensivo, el hazmerreír de la ciudad, a quien todos están acostumbrados a ver en las calles rodeado de chicos y perros. Con su bata y su ridículo gorro, en zapatillas, a veces descalzo y hasta sin pantalones, va y viene, deteniéndose en las puertas de las tiendas y pidiendo limosna. En un sitio le dan un mendrugo, en otro un kópek; así que, cuando vuelve al pabellón, suele hacerlo con el estómago lleno y rico. Todo cuanto trae se lo arrebata Nikita. El soldado lo hace brutalmente, con gran celo, dando vuelta a los bolsillos y poniendo a Dios por testigo de que no volverá a dejar salir al judío, mientras asegura que para él no hay en el mundo cosa peor que el desorden.

A Moiseika le gusta hacer favores. Da agua a sus compañeros, los tapa cuando duermen, les promete traer un kópek a cada uno cuando salga a la calle y coserles gorros nuevos. También da de comer a su vecino de la izquierda, que es paralítico. Y hace todo esto no por compasión ni por consideraciones de índole humanitaria, sino por imitar a Grómov, su vecino de la derecha, al que se somete sin él mismo darse cuenta.

Iván Dmítrich Grómov, un hombre de treinta y tres años de origen noble, antiguo ujier del juzgado y secretario provincial, sufre manía persecutoria. O permanece tumbado en la cama, hecho un ovillo, o va de un rincón a otro como si hiciese un paseo higiénico; rara vez se queda sentado. Siempre se muestra excitado, inquieto, en una tensión como si esperase algo confuso e indefinido. Basta el más pequeño rumor en el zaguán o un grito en el patio para que levante la cabeza y quede alerta: ¿vienen por él?, ¿lo buscan? Y en estos instantes su cara refleja gran inquietud y miedo.

A mí me agrada su cara ancha de grandes pómulos, siempre pálida y desgraciada, espejo de un alma atormentada por la lucha y un miedo que nunca le abandona. Sus muecas son extrañas y morbosas, pero sus finos rasgos, que el profundo y sincero sufrimiento ha dejado en su semblante, denotan inteligencia, y en sus ojos se advierte un brillo cariñoso y sano. Me agrada él mismo; es cortés, servicial y extraordinariamente delicado en el trato con todos, a excepción de Nikita. Cuando a alguien se le cae un botón o la cuchara, él se levanta al instante de la cama y se lo entrega. Todas las mañanas da los buenos días a sus compañeros y al acostarse les desea una buena noche.

Además de la tensión permanente y de las muecas, su locura tiene otra forma de manifestarse. A veces, al hacerse de noche, se envuelve en su bata y, temblando y castañeteando los dientes, empieza a caminar con paso rápido de un rincón a otro y entre las camas. Es como si tuviera una fuerte calentura. Por el modo como se detiene de súbito y contempla a sus compañeros, se ve que quiere decirles algo muy importante, mas, al parecer, pensando que no le escucharán o no le entenderán, sacude impaciente la cabeza y sigue andando. Pero pronto el deseo de hablar se hace más fuerte y da rienda suelta a la lengua; habla con calor, apasionadamente. Su discurso es desordenado, febril como un delirio; no siempre se comprende lo que dice, mas, aun así, en él se percibe, en las palabras y en la voz, algo extraordinariamente bondadoso. Cuando habla, uno ve en él al loco y al hombre. Es difícil llevar al papel sus desvaríos. Habla de la vileza humana, de la violencia que pisotea la justicia, de la hermosa vida que con el tiempo reinará en la tierra, de los barrotes y de las ventanas, que a cada instante le recuerdan la cerrazón y crueldad de los opresores. Resulta un desordenado revoltijo de cosas viejas, pero no caducas.

 
 
 
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La sala número seis de Anton Chéjov   La sala número seis
de Anton Chéjov

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