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Según pasa el tiempo


“Había algo en esa voz” – Coltrane había dicho aquello como justificación suficiente para que allá por mayo del sesenta y tres su estable cuarteto se ofreciese por vez única a secundar un cantante, el soberbio barítono Johnny Hartman, dueño de una voz que era siempre un instrumento perfectamente afinado capaz del más exquisito fraseo. No había sido necesaria otra explicación – El disco hablaba por sí solo.
“Había algo en esa voz”, piensa él pero no es la de Hartman la que suena. Porque había también algo en aquella voz que en la década del cincuenta se alzara al tope de los polls de las revistas especializadas – Había en ella una cualidad tan particular, tan inusual en aquel entonces, que había movido a montones de oídos y a montones de plumas a dar sus veredictos. Había un aura, una cierta suavidad, una cualidad sedosa, cuestionable, que despertó algún repudio pero que enamoró miles de almas – Había un contraste tan ambiguo, tan desconcertante entre aquella voz que a veces sonaba demasiado femenina quizá y el porte suyo, recio, deslumbrante – El vistoso “James Dean del jazz”, el joven aquel rebosante de virilidad que se permitía, sin entrenamiento vocal alguno, lanzarse a cantar – Hacerlo simplemente, por qué no – Y dejar perplejos a algunos y conmover a otros y cosechar suspiros y revolucionar las hormonas de las adolescentes norteamericanas y las de otras partes también – Y consagrarse, porque podía, porque el jazz había sido siempre algo tan maravilloso como inusual, algo tan magnífico pero imperfecto a la vez, que supo ostentar como voz más representativa la del disfónico Satchmo – Entonces por qué no él, por qué no iba a poder Chet, nacido Chesney Henry Baker Jr., alzarse allí y seducir y asombrar y trepar hasta el mismísimo primer lugar y lograr incluso que los italianos, décadas más tarde, lo reconocieran como el más talentoso cantante de la historia del género, por encima, directamente por encima, de La Voz, del viejo blue eyes, de Sinatra ni más ni menos.
“Había algo en esa voz” piensa el hombre, solitario, frente al vaso de una pinta de cerveza negra que descansa, a medias lleno a medias vacío, frente a sus ojos – Había algo pero algo diferente ahora – Porque “ahora” era el ochenta y seis y en un estudio de la ciudad holandesa de Monster, Chet Baker grababa As time goes by y el solitario bebedor no puede sino pensar que aquella era una curiosa pero extraordinaria manera de hacer justicia a la poesía de los versos – El tiempo había pasado para Chet, el tiempo y los excesos, y su huella era casi atroz – Porque nadie que lo viera allá por el ochenta y cinco tocando en el bar londinense de un tal Ronnie Scott, y grabando allí una entrevista para la televisión rememorando viejas épocas, nadie podría pensar que aquel sujeto tenía apenas cincuenta y tantos cuando aparentaba unos veinte años más, no menos – Porque el tiempo y los excesos habían surcado su rostro – Los excesos más que el tiempo; los excesos y sus consecuencias – Y habían marcado también su voz, habían dejado también allí el rastro del embate – Su técnica, curiosamente, estaba intacta y no sólo intacta sino perfeccionada – Chet estaba tocando mejor que nunca cuando murió, allá por el ochenta y ocho, coincidieron muchos – Pero su voz, que tan distintiva había sido en los cincuenta, su voz que incluso había logrado apoderarse de My funny Valentine, porque nadie podía dejar de asociarlo a él con aquella pieza, aunque extrañamente fuera escrita para que una voz femenina clamase aquellos versos, pero a Chet le había bastado con omitir la primera, reveladora estrofa y arremeter desde la segunda y borrar así el género del deseo y lograr que sus labios cantasen entonces para cualquier destinataria y que miríadas de jóvenes se enamorasen al instante y anhelasen desesperadamente al resplandeciente astro, y todo ello mucho antes de la beatlemanía y otros fenómenos.

 
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