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PRIMERA PARTE

I

Aquella noche había estreno en el Odeón.

Un acontecimiento ruidoso, del que a los dos días, no se hablaría una palabra.

Pero todo lo que atañe o guarda relación con esa esfera inquieta, suspicaz, curiosa, frívola y enredadora en apariencia, porque sus componentes resultan más cándidos, confiados y papanatas que los demás, había removido cielo y tierra para conseguir una localidad y enterarse de lo que era aquello.

¡Qué de gestiones, santo Dios! El correo y los mandaderos habían llevado cartas a Mi querido Fulano y a Mi estimado Mengano, para proporcionarse un hueco, un rincón cualquiera, una entrada general, un paraíso.

¡Y lo que son las cosas! Una familia completamente ajena a los asuntos teatrales: el señor, la señora y la señorita de Brughol; unos burgueses, unos filisteos, ocupaban un espacioso palco central, por el que un zurupeto o un turfista hubiera pagado treinta luises.

No quiere decir esto que los Brughol hicieran mal papel en aquel palco. Al contrario.

Era la señora de Brughol una mujer cabal hermosa, frescota, de mirada fascinadora, en todo el desarrollo de los comienzos de la madurez, de afable fisonomía, no desprovista de malicia. Por otra parte, correctísimamente ataviada; es decir, con un tocada rigurosamente a la moda. Nada de llamativo: sencillo y de buen gusto.

¿Su edad? Según ella, treinta años. Sin embargo, del acta de nacimiento de su hija -documento auténtico- se desprende que ésta tiene diez y seis, bien cumplidos. ¡Aten ustedes cabos!

Un prodigio de belleza, la tal hija, la señorita Lucila, a quien, en la intimidad, se llamaba Lucila.

Rubia, francamente rubia; con unos ojos, ¡qué ojos! negros, sombreados por enormes pestañas de un tinte castaño, bajo cejas del mismo matiz y flanqueadas de una ligera franja acarminada, que se iba esfumando gradualmente, hasta confundirse con el tono sonrosado de su finísima piel: naricilla, de puras líneas, con vibrantes aletas; boca de aterciopelados labios, color cereza, de neto dibujo, que al entreabrirse

en franca sonrisa, dejaban ver la doble hilera de dientes, de un brillo deslumbrador. ¡Un encanto!

Era una de esas criaturas femeninas privilegiadas que, jóvenes, jamonas o viejas, impulsan inconscientemente a la multitud a rendirles tributo de archidiscreta deferencia, inclinándose y apartándose a su paso. ¿Por qué? No se sabe. Se hace por instinto y con placer, aun cuando ellas no parezcan darse cuenta del homenaje, como si sintieran que les es debido, por gracia soberana.

¡Qué muchacha! En los entreactos, todos los gemelos estaban asestados al palco, para contemplarla, y los asiduos se preguntaban:

-¿Quién es?

Hija de su padre, a no dudar; tanta era la semejanza con el autor de sus días, a quien se veía en segundo término.

De cualquier modo, extraños al todo París de los estrenos; intrusos, como si dijéramos.

Pero, intrusos o no, se divertían de lo lindo escuchando lo que recitaban los artistas.

Cuando cayó el telón sobre la catástrofe final y mientras se entregaba el nombre del autor a los aplausos del público, Lucila y su madre se pusieron sus abrigos, que había entrado la acomodadora, y todos juntos abandonaron el palco y el teatro.

Una vez en el pórtico, el padre hizo acercar un simón.

No tenía más que dos asientos.

¡Bah! Brughol sentó a su hija sobre sus rodillas y dió la dirección al cochero.

-Arrabal Montmartre, 15.

Hacía un tiempo húmedo y brumoso; el propio de diciembre, cuando sopla el viento del Sud.

El vehículo rodó a lo largo de las lóbregas calles situadas al lado de acá del malecón, internándose luego en el dédalo, no menos sombrío y solitario, de las enclavadas a la otra parte del río.

De pronto, al desembocar en la calle Montmartre, una oleada de luz iluminó el tropel de carruajes, que, a la salida de los espectáculos, se cruzan en todos sentidos. Fue preciso detenerse. Brughol bajó el cristal delantero del vehículo y tirando del levitón al cochero:

-Llévenos al Café Riche -le dijo.

Y después, dirigiéndose a las dos mujeres

-Tomaremos un chocolatito, ¿eh?

-De muy buena gana -contestó la señora, que, por no llegar tarde, había comido a la carrera.

Ya en el café, el chocolate pareció un obsequio mezquino.

-¡Camarero! -dijo Brughol, -sírvanos tres docenas.

-¿Marennes?

-Sí, Marennes. Y después...¿qué hay para después?

-¿Galantina de perdiz?

-¡Venga la galantina de perdiz!

-¿Y postres?

-Un poco de fruta.

-Muy bien, caballero. ¿Vino blanco?

-¿Qué te parece, Lucila?

-Sí, blanco, papá.

-Y café -añadió la mamá.

Comieron alegremente, con buen apetito, comentando la nueva obra, y a eso de las dos de la madrugada, la familia ocupó de nuevo el simón, que había quedado esperando a la puerta.

Poco después, se encontraban en su domicilio, libres de preocupaciones, como inofensivos ciudadanos que, en la plenitud de sus derechos, habían pasado agradablemente la velada, sin reparar en gasto de más o de menos. ¡Un día es un día!

El arrabal Montmartre ofrecía en aquel momento la animación desordenada, bulliciosa, típica, que le es habitual en tales horas de la madrugada, haga el tiempo que quiera.

Cafés, cervecerías, tabernas, rebosaban de consumidores, y las ostreras no daban paz a la mano, abriendo docenas y docenas de moluscos.

En las aceras, toda la gente del hampa; coloquios cínicos y groseros; proposiciones repugnantes, pendencias, reventas, broncas, con su obligado coro de juramentos, exclamaciones y gritos estridentes.

Nuestros personales no prestaron la menor atención. Pagado el carruaje y abierto el portón, subieron a tientas la escalera.

Media hora después, los tres dormían a pierna suelta, a pesar del creciente escándalo del exterior.

Al dar las nueve de la mañana siguiente, tres hombres de marcada catadura curialesca, remontando apresuradamente la acera izquierda del Arrabal, contra la corriente del abigarrado tropel, que descendiendo de las alturas del antiguo suburbio se dirige a sus ocupaciones, penetraron en el portal de la casa, señalada con el número 15, después de consultar la placa indicadora.

-¿El señor Brughol? -preguntó uno de ellos al portero.

-Apenas hace cinco minutos que ha salido -contestó el interpelado.

-¿Hay alguien en su casa?

 
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