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I

Espléndida había sido la mañana ; pero de pronto, cerróse el cielo que se desgajó a poco convirtiendo en torrentes las calles de París.

Dos señoras, sorprendidas por aquel repentino cambio de tiempo, fueron a refugiarse en una puerta cochera. Una de ellas era anciana, joven la otra, y ambas de una discreta elegancia.

-Esto tendrá la duración de un instante -dijo la de más edad.

Pero no sucedió así: la tormenta se alejó a poco, mas la lluvia continuaba cayendo.

-Mamá -dijo la más joven,- me parece que hay lluvia para todo el día.

-Quizá aciertes, hija, y lo mejor sería volvernos a casa.

-Pero ¿de qué modo vamos a volvernos?

La calle de Gaudot-de-Mauroi, hacia cuya mitad habían buscado abrigo las dos señoras, no era la más a propósito para encontrar al paso un coche disponible.

En aquel sitio no podían permanecer, sin embargo, indefinidamente; junto a aquella puerta, la turbonada les incomodaba sobremanera.

La joven, por su parte, se resignaba.

Su abuela, muy al contrario, fruncía el entrecejo, mostrábase impaciente, rezongaba, y aunque con nada de esto mejorara su situación, sin duda desahogaba de este modo su bilis. La anciana hubiera preferido descargar su mal humor en alguien que estuviera a su alcance, y es probable, que así debió de comprenderlo la nieta al guardar prudentísimo silencio.

-Hubieras debido tomar los paraguas -dijo la abuela buscando un pretexto.

-Ya pensé en ello, abuelita ; pero mamá se opuso.

-Tu madre... -siguió la vieja utilizando la coyuntura- la reconozco en eso. ¡Inspiraciones suyas!

Habría continuado sin duda sobre el tema ya iniciado; pero un rayo de esperanza le hizo interrumpir sus recriminaciones.

Un carruaje de alquiler se había parado junto a aquella la puerta; tal vez algún vecino lo había tomado, sorprendido por la lluvia, para regresar a, su casa, y en tal caso dejaría vacante el carruaje.

Pero ¡ay! bien pronto se desvaneció esta esperanza.

Un joven abrió la portezuela, saltó a tierra y se dirigió hacia la escalera de la casa.

Las dos señoras se le interpusieron.

-¿Conserva usted el coche, caballero? -preguntó la de más edad.

El joven vaciló un momento, contemplando a la joven, que en su semblante denotaba una infantil decepción; pero en seguida cedió a un movimiento de galantería francesa.

-Tal era mi intención, señora -respondió. -Pero quizá no llueva ya cuando termine mi visita, y de todos modos, me será más fácil que a ustedes encontrar otro coche. Dígnense disponer de éste.

-Gracias, caballero -dijo la abuela.

La joven le dirigió una sonrisa de agradecimiento, que hubo de llamar la atención del joven, quien, llevando su corrección hasta el fin, volvió al coche, ayudó a las señoras a que montasen, las saludó y entró en la casa.

-¡Adorable niña! -exclamó al separarse de las señoras.

Al subir la escalera se volvió, creyendo ver otra vez a la muchacha; pero ya el coche se había puesto en marcha. ¡Tanto peor!

Cuando llegaba al segundo piso, se detuvo de repente, exclamando con manifiesta contrariedad:

-¡Dios mío! se me ha olvidado pagar al cochero.

Parecía realmente que le ocurría una gran desgracia o que había cometido una acción vergonzosa.

¿Qué pensarían de él aquellas señoras? ¿Qué diría, sobre todo, la joven?

A riesgo de romperse la cabeza, bajó la escalera cual lo haría un malhechor sorprendido, corrió hasta la acera y se propuso alcanzar al coche, aunque le calase la lluvia. Vano esfuerzo: ningún coche se veía en toda la calle.

El pobre muchacho estaba desesperado; dirigíase a sí mismo mil reproches, preguntándose con impotente rabia

-¿Qué debo hacer ahora?

Por nada del mundo quería quedar bajo el peso de una sospecha de parte de aquella joven tan linda, tan distinguida, tan... verdaderamente, era muy desgraciado.

Había alquilado el carruaje desde por la mañana, es decir, hacía cuatro horas, cuyo importe reclamaría naturalmente el cochero y sería preciso pagarle. Ya se imaginaba, con qué tono haría éste la reclamación, al manifestar las señoras su sorpresa... porque los cocheros de punto no son precisamente el tipo del comedimiento y la cortesía. ¡Aquellas señoras se creerán, sin duda, víctimas de una estafa!

Resolvió reparar el olvido a toda costa y reembolsar la suma indebidamente pagada.

Ya no se acordaba de lo que había ido a hacer a aquella casa, ni había que subir para nada. No hubiera podido sostener la conversación más trivial.

Pero por resuelto que estuviese a reparar su distracción, no sabía cómo componérselas. La emoción paralizaba sus facultades. Sentía la necesidad de calmarse, de reflexionar y luego de poner manos a la obra. Aunque tuviera que recorrer todo París, no cejaría en su propósito de encontrar a aquellas señoras.

Pero ¿las reconocería si daba con ellas ? Seguramente que sí... sobre todo a la joven. Su fisonomía, sus modales, su aire, y sobre todo la expresión de sus lindos ojos, no eran cosas para olvidadas.

Entro otras mil... ¡qué! entre una gran muchedumbre que estuviera, con sólo ver el remate de su gracioso peinado, no dejaría de reconocerla.

¡Nunca, nunca se borraría de su memoria la sonrisa de aquella hermosa muchacha!

Entretanto, seguía junto a la puerta cochera, impacientándose de veras ante la persistencia de la lluvia.

De repente desapareció todo su disgusto. Recordaba el número del coche.

Sí, era el 6.387 de la Compañía general.

Gracias a esta feliz circunstancia, le sería fácil dar con el cochero, por éste sabría el domicilio de las señoras, y podría, en fin, ir a ponerse a sus pies y recabar el perdón de su torpeza.

Todo lo demás le importaba un ardite.

Sin embargo, hasta las dos de la madrugada no pudo descubrir el paradero del cochero, cuando ya temía que no volviera al depósito de carruajes hasta que fuese día claro, si había tenido que esperar a la puerta de un restaurante o de un círculo a algún trasnochador o algún jugador de baccará.

No era debida a nada de esto la, tardanza del auriga, sino a que aquellas señoras habitaban un hotelito en Passy, camino de la Muette, según éste pudo informarle.

 
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La señorita Duvernet de Eduardo Cadol   La señorita Duvernet
de Eduardo Cadol

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