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Casi sin darse cuenta, las agujas cabalgaban el reloj. Parecían dos purasangre: Las perdía de vista un instante y, al volver la mirada, estaban cien veces más allá, siempre sobre la lisa superficie de su reloj. Mas el tiempo no inquietaba al casi jorobado hombre. El tiempo se le iba mientras él permanecía junto a su formón y a su marfil.

En el escarpado patio de una vieja casa vivía el escultor más famoso del pueblo de Gelba, una región calurosa de peñasco abierto. Su nombre era Ronio. Desde muy joven se dedicó a esculpir grandes masas de piedra y sus obras, siendo las mejores, estaban por todos los rincones del pueblo.

Una musa, dulce y fuerte, rebosaba al artista, inundaba sus venas y así le invadía el corazón. Como una melodía, sus ideas se movían, sus manos se movían y todo quedaba claro, en armonía. Todo estaba perfecto mientras Ronio pensaba en el último encargo que le habían hecho: La primera pieza de carácter religioso. Se la había encargado el párroco de Bláua, un pueblo vecino. Sumergido en su musa, el hombre reunió todos los materiales; los tres metros de mármol con incrustaciones de granate, tres formones medianos, dos cinceles, una porra, dos martillos y una escalera para crecer a medida que la obra crecía hacia el extremo de los tres metros del mármol.

Ya era de noche y el patio de la vieja casa del escultor estaba iluminado. La faena comenzaba con el macizo retumbe de la porra sobre la piedra; luego, se oía el crujir de mármol ante el filo del cincel, durante una vuelta de las purasangre. Ahora, chillaba la escalera al ser arrastrada sobre el suelo. Y, otra vez, sonaba la escalera y retumbaba la porra. (Continúa)


 
 
 
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