https://www.elaleph.com Vista previa del libro "Viaje a través de la estirpe" de Carlos Octavio Bunge | elaleph.com | ebooks | ePub y PDF
elaleph.com
Contacto    Viernes 26 de abril de 2024
  Home   Biblioteca   Editorial   Libros usados    
¡Suscríbase gratis!
Página de elaleph.com en Facebook  Cuenta de elaleph.com en Twitter  
Secciones
Taller literario
Club de Lectores
Facsímiles
Fin
Editorial
Publicar un libro
Publicar un PDF
Servicios editoriales
Comunidad
Foros
Club de lectura
Encuentros
Afiliados
¿Cómo funciona?
Institucional
Nuestro nombre
Nuestra historia
Consejo asesor
Preguntas comunes
Publicidad
Contáctenos
Sitios Amigos
Caleidoscopio
Cine
Cronoscopio
 
Páginas (1)  2 
 

 

I

TERESA

Lector, si eres bueno, deséote, con toda el alma que jamás hagas sufrir, por tus caprichos y genialidades, a un ser débil y querido. Piensa que algún día puede morirse en tus brazos. Piensa que entonces, al verle morir, sabrás que en la vida hay también penas del infierno. Sabrás que ciertos recuerdos, suelen convertirse en víboras del remordimiento, que hacen su nido al calor de nuestros pechos, para clavarnos en el corazón sus colmillos agudos y ponzoñosos.

Fue al sentir agonizar a mi esposa entre mis brazos, cuando por primera vez comprendí las angustias de esos remordimientos... ¡Teresa se moría! ¿Para qué me servía ahora mi clínica tan ponderada? ¿Para qué mis largos estudios, mis obras y experimentos, mis teorías y drogas?

Desahuciada por la ciencia, la religión prestóle sus últimos auxilios. Después del médico, el sacerdote. Había confesado, comulgado y recibido los Santos Oleos. Sus ojos fluctuaban sin mirada, crispábanse sus manos sobre las sábanas, su boca se contraía en un gesto de supremo dolor, ¡y ya se iba, ya se iba para siempre, ella, la pálida y silenciosa peregrina de este valle de lágrimas!...

«¡Adiós Teresa, mí dulce y resignada compañera! Te alejas de mí como hacia mí llegaste, con las manos llenas de rocas, las rosas del perdón. Tu yo, que era efímera ilusión de tu organismo, se ha extinguido en la eternidad con tu última sonrisa. De tu figura gallarda Do quedará pronto más que un puñado de osamenta y podredumbre. Tu cuerpo, tan casto y tan fecundo, tu cuerpo de esposa y de madre, no será ya más que pasto de gusanos... ¡Adiós, alma de mi alma, carne de mi carne, sangre de mi sangre, oh, Teresa!» Así exclamé sollozando y bebiéndole en los labios el postrer aliento...

Al arrodillarme después al pie del que antes fuera nuestra tálamo nupcial, ahora su tálamo mortuorio, pasó rápido por mi mente el recuerdo de nuestra vida común. Había sido ella la amante y el amigo. Nuestro matrimonio pudo ser el más armónico y feliz, si no viniese, ¡ay! en mal hora a turbarlo la pésima índole de nuestros cuatro hijos. Sus desmanes y faltas habían amargado nuestros últimos años... ¡Y de esa amargura moría mi pobre, mi adorada, mi única Teresa!

Es que no sólo sufría, por sus hijos. Ahora, yo mismo, desventurado de mí, comprendo cuánto contribuí a exacerbar sus penas. Acaso yo he sido el principal autor de su muerte. ¿Cómo? Avergüénzome de recordarlo...

Nuestro enlace fue de amor. Por amor me casé con ella, pues su posición social era inferior a la mía. Por amor se casó ella conmigo, no siendo avara ni ambiciosa. Su modesta y sensible naturaleza no le dejaba otro papel en la vida que el de mujer de hogar. Y mujer de hogar era, y virtuosísima.

En los primeros años de casamiento, no sólo nos queríamos, si que también nos respetábamos. Sus gustos eran mis gustos, mi voluntad era su voluntad. Nunca habíamos tenido ni la menor contradicción o diferencia... hasta que nuestros hijos crecieron y demostraron, ¡ya incurablemente! sus sentimientos plebeyos y sus torpes pasiones.

Al principio marchábamos de acuerdo sobre su corrección y disciplina. Pero, con el andar del tiempo, brotó en mi alma una idea venenosa, como semilla de cicuta que cae en campo fértil...

Recordaba yo que mi finada madre opuso decidida resistencia a mi casamiento. «Una mujer de tan bajo origen como Teresa, decía, no podrá hacerte feliz, pues no te dará jamás hijos dignos de ti... Los caballeros nacen de damas y no de criadas.» Atribuyendo yo esa oposición á, un desmedido orgullo de casta, supe vencerla. .. ¡Era tan buena y tan graciosa Teresa, a pesar de su cuna! Porque, en efecto, mi mujer había sido criada de servir, o poco menos. No obstante, mi cariño supo formarla y educarla. ¿Cuál maestro más, eficaz que el Amor?...

Mas he aquí que un buen día la experiencia parecía dar razón a mi madre: ¡mis hijos no resultaban dignos de mí! Francisco, el mayor, era un borracho consuetudinario; Luis, el segundo, sabía apenas leer; el tercero, Fernando, era débil de espíritu; el último, Pedro Ignacio, valía aún menos que los demás... Y en todos eran típicas la pereza y la amoralidad. Tales habían nacido. La esmerada educación que yo les diera fue vana, y me temo que hasta contraproducente...

Orgulloso como yo me sentía de mis abuelos, hidalgos en Castilla y patricios en América, no podía atribuir a la herencia de mi raza la inferioridad de mi prole... ¿Cuál sería, entonces, la causa eficiente de esta inferioridad, sino la plebeyísima sangre de mi esposa?... Y la palabra de mi madre, felizmente muerta antes de que crecieran sus nietos, repetíase en mis oídos como las voces de un disco único en el metálico pabellón de un fonógrafo: «Teresa, no te dará hijos dignos de ti. Los caballeros nacen de damas y no de criadas...»

La preocupación de que mi esposa era la involuntaria culpable de los vicios y yerros de mis hijos, llegó a hacerse en mí casi una idea fija y obsedante. Y lo peor fue que, en hora, de exasperación, sin ponerme, dominar, se la enrostré acerbamente... ¡Ella, la infeliz, habíala adivinado ya, y se desolaba en llantos solitarios, como abochornada por falta inconfesable!

Una vez hallada la forma de desahogarme al inculparla, continué inculpándola, con ocasión de los frecuentes desórdenes de nuestros hijos. Teresa escuchaba mis palabras vibrantes de cólera, siempre en silencio, sonriendo con mortal tristeza. ¡Y era tanta mi propia pena de padre, que yo no veía su pena de esposa!... Sólo ahora comprendo cuán injusto y egoísta es a veces el dolor.

 
Páginas (1)  2 
 
 
Consiga Viaje a través de la estirpe de Carlos Octavio Bunge en esta página.

 
 
 
 
Está viendo un extracto de la siguiente obra:
 
Viaje a través de la estirpe de Carlos Octavio Bunge   Viaje a través de la estirpe
de Carlos Octavio Bunge

ediciones elaleph.com

Si quiere conseguirla, puede hacerlo en esta página.
 
 
 

 



 
(c) Copyright 1999-2024 - elaleph.com - Contenidos propiedad de elaleph.com