Indigentemente cuidado por manos mercenarias, más envejecido que viejo, se moría Cervantes. Buen cristiano, despedíase del mundo con la conciencia limpia, después de recibir los últimos auxilios de la religión. Y, aunque solo agonizante, por muerto habíanle dejado en la sórdida guardilla.
No estaba todavía muerto, no, si es que é1 podría morir alguna vez. En su imaginación febricitante pululaban sus recuerdos, casi todos de lágrimas y amargura. Rememoraba envidias, pobrezas, calumnias prisiones... Pero, ¿Cómo? ¿Qué no había tenido é1 ninguna dicha en la vida?... ¡Ah, sí! La tuvo, sí, la tuvo, cuando en sus horas solitarias viviera el mundo su fantasía que describió en sus libros. ¡Felices horas aquellas en que la fiebre de la concepción lo levantaba a una esfera tan superior a las humanas miserias! Bien dijo entonces: "Para mí sólo nació don Quijote y yo para él..." Bien dijo entonces, asimismo, como alguien le tildara de envidioso: "Descríbaseme la envidia, que yo no la conozco". En cambio, otros, y bien ilustres, la conocían por él...
No estaba todavía muerto, no, pues que pensaba... Y sintió que se abría una puerta y entraban en tropel, como legión de espectros, conocidísimas figuras...