Que no sufran aún nuestros ojos el hambre de su rostro.
Y los sacerdotes y las sacerdotisas le dijeron:
No dejes que las olas del mar nos separen ahora, ni que los
años que has pasado aquí se conviertan en un recuerdo. Has caminado como un
espíritu entre nosotros y tu sombra ha sido una luz sobre nuestros rostros.
Te hemos amado mucho. Nuestro amor no tuvo palabras y con velos
ha estado cubierto.
Pero ahora clama en alta voz por ti y ante ti se descubre.
Siempre ha sido verdad que él amor no conoce su hondura hasta la hora de la
separación.
Y vinieron otros también a suplicarle. Pero él no les
respondió. Inclinó la cabeza y aquellos que estaban a su lado vieron cómo las
lágrimas caían sobre su pecho.
El y la gente se dirigieron, entonces, hacia la gran plaza ante
el templo.
Y salió del santuario una mujer llamada Almitra. Era una
profetisa.
Y él la miró con enorme ternura, porque fue la primera que lo
buscó y creyó en él cuando tan sólo había estado un día en la ciudad.
Y ella lo saludó, diciendo:
Profeta de Dios, buscador de lo supremo; largamente has
escudriñado las distancias buscando tu barco.
Y ahora tu barco ha llegado y debes irte.
Profundo es tu anhelo por la tierra de tus recuerdos y por el
lugar de tus mayores deseos y nuestro amor no te atará, ni nuestras necesidades
detendrán tu paso.
Pero sí te pedimos que antes de que nos dejes, nos hables y nos
des tu verdad.