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Capítulo O
EL PODER DE LOS NECRALITAS


La oscuridad había roto definitivamente el equilibrio y así lo manifestaban las pupilas negras dilatadas por el resplandor de la explosión y aquella mirada hundida entre el verde profundo de un viejo cansancio. Los pómulos succionados por el hambre de la guerrera miembro de la resistencia, agotada y oculta entre los escombros, se tensaron ante la aproximación de otro robot Aracanio.
Las diferentes razas y especies que habitaban las galaxias eran diezmadas atrozmente por los crueles e insensatos necralitas.
El linaje del Mal había logrado resurgir desde el abismo de los tiempos y dominar a la perfección la mente de los débiles y sobre todo había inyectado con su lengua bífida, el veneno de la avaricia en el corazón del generoso y buen Gran Kan, gobernante de una de las primeras tierras sagradas del Planeta Azul, rompiendo el núcleo donde vibraba en armonía con el cosmos. En dos partió su corazón. Una parte fue oscuridad; la otra guardó por siempre la luz de redención.
En estos tiempos que fueron y vendrán, todos sentían que era como si el mismo Pazuzu se hubiese metido en las entrañas de Necros instándolo a robar los códices sagrados y borrar del Universo a la única Biblioteca Viviente: la Tierra portadora de los secretos de la Fuente. Necros, Señor del Universo, era un ser maligno, codicioso e infectado de resentimiento y deseos de venganza que no le permitían ver que en realidad, era otro ser débil utilizado por la fuerza oscura que lo único que quería era demostrarse a sí misma que no dependía de la luz para su existencia y había llegado el momento de demostrarle a la Fuente, lo que para esa fuerza era un hecho: había llegado el tiempo en que la Oscuridad demostrara creando y siendo idolatrada como lo había hecho su hermana, la Luminosidad.
La espalda de la joven dolorida y empapada con el sudor de la batalla agradeció el apoyo de aquella pared en ruinas a la que trató de adherirse rogando ser parte de ella en tanto tomaba grandes bocanadas de aquel aire espeso enrarecido por la muerte, intentando que su pecho no reventara expulsando un corazón oprimido por el dolor y la incertidumbre. Miró hacia adelante y a unos diez metros yacían las partes del cuerpo desmembrado de Ibrin, uno de sus compañeros de la resistencia, al que le había dado uno de los rayos del Aracanio; vio que las gigantescas máquinas necralitas habían rodeado la última zona de la resistencia aplastando y destruyendo todo a su paso; las naves surcaban a ras de la Tierra el humo rojizo lanzando sus misiles mortíferos sobre todo aquello que tuviese el halo de luz de un alma viva. Un Yakra, soldado necralita, acorazado tras el traje de metal apuntaba continuamente con la mira de su ojo frontal y encontró su objetivo en la niña de apenas una década que lloraba abrazada a su perro.
La espalda a pesar de los esfuerzos de la joven por pegarla a las ruinas de lo que había sido una antigua iglesia, marcaba con leves golpes el ritmo acelerado de su jadeante respiración y aferraba con sus dedos en tensión el viejo cañón de barra pivotante. Intentó enfocar a través de la mira pero las lágrimas y el sudor le nublaron la vista de la imagen vídeo térmico. Se secó la frente resguardada en parte por el casco de su armadura y repasó los 63° grados de giro del cañón y volvió a localizar el objetivo. Estaba lo suficientemente lejos como para darle tiempo a resguardarse mejor. El asistente virtual de externalización colectiva había quedado prácticamente inutilizado y desconocía la posición de su grupo defensivo. Y eso significaba que no había manera de tener asistencia personal o bien respaldo de inteligencia artificial. Los internautas —la mejor red que tenía la resistencia— habían enmudecido y desaparecido tres días atrás.

 
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