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I
Cuando ella nació, su mamá quería llamarla Sofía, que era el nombre de su finada madre. De alguna forma siempre está latente el querer llamar a los hijos con el nombre de algún ser querido y este caso no era la excepción. Pero a su padre le gustaba Josefina, tal como se llamara su abuela paterna y de quien guardaba tan buenos recuerdos. Al final, mamá ensambló el nombre: Sofina; con eso, según su criterio, quedaban complacidos los dos. El padre simplemente no opinó, lo cual fue tomado como una aceptación, tal vez porque le gustó o quizás porque no quiso levantar tempestades. De modo que ese fue el nombre de la niña y, como era de esperar, entre los visitantes no faltaban los cruces de miradas por la sorpresa que les causaba ese extraño nombre. "Vaya nombrecito" o "¿de dónde sacaron ese nombre tan feo?", eran algunos de los comentarios.
Fue al día siguiente del nacimiento cuando la futura madrina, Erendira, estando de visita en casa de la familia, le mostraba la criaturita a su pequeño hijo de cinco años. "Mira que preciosa, Julito, ¿verdad?". "Sí mami, ¿y cómo se llama?". "Sofina hijo". "¿Chofina?". "No, no... repite conmigo, So-fí, So-fí". "Ah...Chofi, Chofi", decía el niño al dificultársele la pronunciación, sin embargo a Erendira le hizo gracia la expresión y con ese apodo comenzó a llamar a la nena, siendo ese el hipocorístico que la acompañaría por el resto de su vida.
La niña era una verdadera preciosidad, con su carita regordeta y morena y unos ojos marrones de ensueño, por lo tanto, los halagos no se hacían esperar. "Es que la muchachita tiene como una magia", decía la vieja Carmen, una antigua lugareña; "te le acercas y le brillan los ojos como si te estudiara o te conociera de siempre", comentaba Antonio, el pulpero; "esa carajita produce escalofríos", remarcaba su tío Daniel. Y así, todos tenían algún comentario sobre la nena que, indiferente a todo y a todos, y como todos los bebés, pasaba sus horas entre dormir y comer.
Lo más probable es que las gentes manifestaran sus opiniones condicionadas al respetuoso temor que sentían por la tía de la niña, Rosa Reviro, quien era hermana de su madre y fungía como la curandera del pueblo. En realidad, Rosa era una santera, solterona, que desde muy temprana edad se había dedicado al conocimiento de los ritos esotéricos; especializándose en la cartomancia, la quiromancia y ritos de magia en general, siendo conocida por diagnosticar y curar tanto los males físicos como los del alma, recetando mejunjes y baños sanadores o realizando rezos para curar males mentales; congojas de amores o cuantos males pudieran achacársele a brujerías y mal de ojos. La Señora, como se le conocía en el pueblo, era una mulata de mediana estatura, de pelo liso y largo que dejaba colgar sobre su espalda atado en una cola de caballo. Robusta y rellena, sin llegar a ser obesa, y con unos ojos negros de mirada penetrante y escrutadora. "Mi hermana tendrá una niña que será la heredera de mis conocimientos, porque trae la bendición del Negro Felipe y María Lionza", habría pronosticado sobre su sobrina, y como quiera que no se equivocó sobre el sexo de la criatura, las personas daban por cierto todo lo demás, iniciándose desde temprano una aureola de misticismo sobre la pequeña criaturita que apenas comenzaba a vivir.
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