... En una gran ciudad, en nochebuena, bajo un frío
intenso, vi un niñito, muy niño aun, de seis años,
quizás de menos aun, todavía no lo bastante crecido para que se le
hiciera mendigar, pero ya lo suficiente para que uno o dos años
más tarde se le enviara a hacerlo, como se liaría sin duda.
Aquel niño despertó tiritando una mañana,
en un sótano húmedo y frío, abrigado con una especie de
batita, vieja y raída. El aliento le salía en forma de vapor
blanco: sentado en un rincón, sobre un baúl, distraíase
activando de propósito su respiración, divirtiéndose con
verla salir. Pero tenía mucha hambre. Desde la madrugada se habla
acercado ya varias veces a la cama de tablas, cubierta con un delgado
jergón, en que estaba acostada la madre enferma, con la cabeza apoyada en
un montón de harapos a guisa de almohada.
¿Cómo ha llegado hasta allí aquella pobre,
mujer? Habrá salido sin duda con su hijo de alguna ciudad lejana en que
la acometió la enfermedad. La dueña de aquel tugurio ha sido
encarcelada dos días antes; hoy es fiesta y los demás inquilinos
han salido. Sin embargo, uno de aquellos andrajosos está acostado desde
hace veinticuatro horas, borracho perdido sin aguardar la fiesta. De otro
rincón brotan los lamentos de una vieja de ochenta años, tullida
por el reumatismo. Aquella vieja fue niñera, en su tiempo, quien sabe
dónde; ahora se está muriendo, solitaria, gimiendo,
quejándose, refunfuñando contra el chico que comienza a tener
miedo de acercarse al rincón en que agoniza. Ha encontrado agua en el
pasadizo, pero ni siquiera un mendrugo de pan, y vuelve por décima vez a
despertar a la madre. Comienza a asustarse en aquel obscuro rincón; la
tarde avanza, y sin embargo no hacen fuego. Halla a tientas el rostro de la
madre, y se sorprende, de que no se mueva, y esté tan fría como la
pared.