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La esclavitud


Epifanía y Suemy habían pasado una noche espantosa, les dolía todo el cuerpo, jamás habían dormido sobre el duro suelo y sus músculos estaban resentidos.
El griterío las despertó. Unos mercaderes estaba eligiendo “mercadería” y las súplicas y llantos de los escogidos para que se los llevaran con el resto de sus familias eran sobrecogedores. A veces tenían éxito y el grupo era comprado completo.
Cerca del mediodía un hombre alto, con túnica y turbante negro comenzó a caminar entre los cautivos seguido por varios de sus hombres. Con su fusta iba señalando a los prisioneros que quería comprar. Sus ayudantes se encargaban de pararlos y llevarlos a un costado de la plaza.
Cuando pasó cerca de ellas señaló a Suemy. Las muchachas se abrazaron con fuerza pero el ayudante cogió a la señalada del brazo y la levantó de un solo envión con gran facilidad. Epifanía intentó retenerla pero su fuerza no era rival para con la del sirviente. A Epifanía se le desmoronó el alma. Gateó sobre el piso siguiendo a su amiga hasta el borde del espacio asignado a los cautivos. Allí una espada frenó su avance. Un soldado la tomó por los cabellos y la tiró hacia atrás. Ella cayó despaturrada sobre sus nalgas. No podía hacer nada. Suemy caminaba de costado llevada del brazo pero con la mirada clavada en Epifanía. Sus ojos reflejaban dolor, angustia y miedo, mucho miedo. Epifanía flexionó sus rodillas y las rodeó con sus brazos, hundió su cabeza entre ellas y lloró amargamente. ¿Alguna vez volvería a verla? Ahora se sentía la mujer más desgraciada del mundo. Estaba sola, triste y abandonada a su suerte.
No se dio cuenta del tiempo que estuvo así, imbuida en sus pensamientos y lamentando sus desgracias. De vez en cuando una fusta le indicaba que debía levantar la cabeza para que algún potencial comprador la mirara. El sol empezó a perderse y los tonos rojizos embellecieron el cielo crepuscular. Siempre había apreciado la belleza del atardecer, pero ahora lo veía con nuevos ojos. El sol se perdería y saldría de nuevo aunque su mundo ya no existiese, el tiempo transcurriría igual y ella debería seguir respirando.
Cuando la venció el cansancio se recostó hecha un ovillo sobre un costado y tapándose con el manto intentó dormir un poco. Nunca en su vida había estado más incómoda. El frío se colaba por todas partes, los huesos se le clavaban en el cuerpo y su brazo no era una buena almohada donde apoyar su cabeza. Ahora le dolían músculos que ni siquiera sabía que existían y sus tripas sonaban reclamando angustiosamente por algo de alimento. Anhelaba la llegada del sol que haría desaparecer el frío de la noche pues prefería sudar. Al poco tiempo su dolor reemplazó la incomodidad y sumida en su pena se durmió.
Por la mañana pasaron varios compradores, pero ninguno se interesó en ella, buscaban hombres jóvenes y fuertes para los trabajos de las minas, ellos tenían un buen valor en el mercado.
A primera hora de la tarde un comerciante la señaló, su ayudante la tomó del brazo y sin mucho esfuerzo la paró de un solo tirón. Epifanía tenía el espíritu por el piso y no opuso la más mínima resistencia. La condujeron a un costado de la plaza donde amontonaron cerca de treinta prisioneros. El jefe discutía con un soldado el precio de la mercadería y de vez en cuando su fusta la señalaba. Con un gesto hizo que su sirviente la separara del resto.
Epifanía miraba la escena sin ver. Sus pensamientos estaban sobre sí misma, toda ella era autocompasión. Se arrebujó bajo su manto y esperó pacientemente. ¿Qué importaba si la compraban o no? Fuera como fuese se sentía completamente perdida, abandonada.
Al poco tiempo el comerciante llegó a un acuerdo con el soldado y la devolvieron al grupo que comprarían. A los empujones empezaron a arriarlos por las destruidas calles de la ciudad hacia sus límites exteriores.
Epifanía miraba para todos lados admirada por la destrucción, en tan poco tiempo habían logrado hacer escombros casas y edificios que habían tardado varios shana en construirse, era terriblemente asombroso.
A las afueras esperaba el resto de la caravana. Detrás de varios carros tirados por esclavos se veía un nutrido grupo de prisioneros a los que estaban obligando a levantarse. Por lo visto habían estado esperando el regreso del mercader para ponerse en marcha.
Un grupo de sirvientes se acercaron a ellos con un manojo de grilletes. Epifanía sintió cerrarlos sobre sus muñecas. La cadena que los unía era corta y el hierro se le clavaba en su suave piel. Ya no le cabía más asombro así que los miró con indiferencia.
“¿Qué más da? Sólo espero morir pronto y juntar mi energía con la de Eitan” ?pensó.
La tomaron bruscamente del brazo, que ya mostraba moretones de tanto zamarreo, y la llevaron hacia el grupo de cautivos que traían del Sur. Allí le cerraron en el cuello uno de los grilletes que estaba vacío entre dos prisioneros. El hombre delante de ella era de mediana edad, delgado, con músculos marcados, cara larga, nariz aguileña. Usaba una túnica marrón que hacía juego con el turbante. Si debía adivinar diría que era un armero. El joven detrás era alto, musculoso y atlético, con cabello ondulado castaño claro, nariz recta, boca bien definida, ojos claros y barba con cuerpo. Llevaba una túnica sencilla a media pierna bastante maltrecha cuya parte superior estaba desgarrada por cortes limpios, no tenía nada que le tapara su cabeza. Su porte infundía respeto. Tenía una postura altiva: estaba provocadoramente derecho, con sus hombros erguidos, todos sus músculos tensos y la barbilla en alto. Su mirada traslucía tanto odio que era imposible no notarlo, si su odio hubiera podido matar, a muchos brazos a la redonda, todos hubieran estado muertos, bien muertos. Apostaría, sin miedo a perder, que era un soldado. Notó en su piel líneas rojas recién hechas y coligió que acababan de castigarlo.
Todos los esclavos tenían sus manos encadenadas por delante excepto el soldado que las tenía encadenadas a su espalda.
A pesar de los harapos, su repugnante barba y el pelo mugriento y apelmazado, Epifanía tenía que admitir que aquel indomable cautivo era mucho más apuesto que la mayoría de los jóvenes que había conocido.
Sus miradas se cruzaron por un instante pero Epifanía tenía su espíritu tan devastado que no pudo ofrecerle una chispa de aliento o esperanza en sus ojos. Ella se sentía abatida y desprotegida. Sin Eitan, su familia o sus amigos, sentía que vivir era inútil. Hubiera querido seguir llorando su desgracia pero ya no tenía lágrimas ni fuerzas para oponerse al destino espantoso que le esperaba. Aún recordaba al esclavo que Saddam había castigado.

 
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Epifanía de Samás: La Tabla de la Ley y el Corazón Escarlata de la Sabiduría Infinita de Carolina Inés Valencia Donat   Epifanía de Samás: La Tabla de la Ley y el Corazón Escarlata de la Sabiduría Infinita
de Carolina Inés Valencia Donat

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