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UNA LÍNEA PARDA

El crujir de las tablazones era el son al ritmo del cual se movía la pequeña barca sobre las olas; la monotonía había sucedido a una noche de furiosa mar, cuando las tres personas que yacían en el fondo temieron por sus vidas. Dos hombres y una mujer, con los labios hinchados y cortados por la alternancia de frío nocturno/calor diurno, los párpados agobiados por la fatiga, la piel erosionada por el salitre y la ropa ya casi pegada al propio cuerpo, después de tres jornadas de exposición a la intemperie.

Con el sentido atontado por la sed y el hambre, los yacentes amontonaban sus miembros, indistintos unos sobre otros, abatidos y aprisionados por la falta de espacio en la embarcación, que apenas hubiera bastado para que se estirara una sola persona; el graznido de las gaviotas la despertó a ella primero, al sobreponerse ese sonido al hipnótico ?chap chap? que producían las olas contra el casco. Tardó casi un par de minutos en tomar conciencia que, aún, su marido y el amigo preferido de ambos permanecían en alta mar, completos náufragos.

Agitó los cuerpos de los dos hombres hasta que, a su vez, abrieron los ojos y se incorporaron. "¿Nada todavía?", preguntó su marido, dirigiéndose a la joven; ella negó con la cabeza al tiempo que esbozaba una mueca -que ya ni siquiera podía ser de asco- al ver a lo que había quedado reducida una de sus faldas preferidas. El amigo la miró también, y la comparó en su recuerdo a cómo era ella -y cómo habían sido ambos- apenas tres días antes cuando, después del café? que siguió a la comida, se animaron a dar un corto paseo en el bote. Fue idea del marido que él secundó sin dudar, pese a las protestas de ella, la de emproar la barca hacia el centro de la bahía, abandonando el abrigo de la orilla confiados en la abundante reserva de combustible del motor fuera borda. Ninguno de los dos hombres se alarmó cuando el motor empezó a ratear y se paró, pero su seguridad les abandonó cuando, media hora después, no habían conseguido ponerlo en marcha. "Ahogado completamente", dijo el marido, "lo mejor es armarse de paciencia y tomar los remos, seguro que dentro de un rato será posible arrancar otra vez".

Al tiempo que comenzaban a ciar proa a tierra empezaba también a anochecer; el amigo cayó en la cuenta de que no llevaban, en su descuido, ninguna luz a bordo "y nadie nos verá de noche" pensó, pero no comunicó sus temores a los otros dos para no alarmarles. Ya de noche, los tres se dieron cuenta que, en realidad, cada vez se alejaban más de las luces de la costa; "estamos en medio de una corriente que nos lleva mar adentro", advirtió el marido, "es inútil seguir remando porque nos cansaremos más". Intentaron, sin éxito, poner en marcha el fuera borda. "Tendremos que dormir aquí", dijo ella, "seguro que mañana nos rescatan, no os preocupéis". Al amanecer del siguiente día comprobaron, helados por el relente nocturno, que la tierra firme era apenas una línea parda sobre la línea del horizonte. Desde ese momento les invadió la desolación; desde ese amanecer habían pasado un día, una noche, otro día, otra noche y otro día y otra noche, sin comer, beber ni más ropa que la que llevaban puesta al subirse a la barca.

Ella ya no recordaba cuando habían dejado de ver la tierra: ¿en la tarde del segundo día, en la del tercero o en la mañana del anterior? Si seguía sentada era porque se apoyaba en la borda, no porque le quedaran fuerzas para permanecer en otra postura que no fuera la yacente. Su mirada se encontró con la del amigo y apenas se le escapó un suspiro: "Adiós". El amigo estaba abatido por agotamiento y el absurdo de la situación: tal vez la vería morir o moriría él primero ante sus ojos, incapaz de reunir fuerzas y valor para decirle cuánto la había amado. "Ni siquiera" pensó él, "tengo papel para escribir un mensaje ni botella de vidrio en la que lanzarlo al mar". Recordaba también? que la corriente les podría llevar hacia aguas en las que no navegara nadie, de modo que tardaran años en encontrar sus restos, tal como sucedió, según había oído, en el caso de un pescador desaparecido cuya barca fue hallada mucho después en el otro extremo del Mediterráneo, en aguas de Egipto, con todo el casco cubierto de conchas, percebes y rémoras. El amigo había intentado mantenerse alerta para localizar alguna señal de otras naves, pero poco a poco se había ido desanimando al imaginarse qué deberían ver otros navegantes si les hubieran visto. "Apenas una sombra, una mancha sobre las olas, y no demasiado por encima, a no ser que estuviésemos exactamente bajo sobre su proa", comentó. El segundo día aún creyó ver una lejana mancha de color lejano, "tal vez la vela de un ?wind surf?, o tal vez sólo mi delirio". Los cuatro puntos les eran indistinguibles, a las pocas horas de amanecer no podían asegurar por dónde había salido el sol.

El marido les daba la espalda, con una de sus manos colgando, lacia, fuera de la borda, los dedos medio sumergidos en el agua; pequeños peces lamían y mordisqueaban los pellejos escoriados. No pensaba en nada, atontado por el sol y el cansancio. No concebía morir, pero tampoco el ser salvado; había perdido la noción del tiempo y se le escapaba la del espacio. Delante de él bailaban colores y formas, sin que pudiera identificar las alucinaciones; su memoria y consciencia se ahogaban en un mar verde y azul. Sólo un recuerdo permanecía en la caja de su cerebro. Al mediodía de la cuarta jornada, bajo el sol en su punto más alto, les habló a los otros dos. ¿No se acordaban del moro gigantesco que surgió del mar para indicar al Rey dónde estaban las Islas, la tierra firme, para que la escuadra cristiana no se extraviara?. "¿No os acordáis?", insistía en la fábula infantil, el rostro sereno levemente iluminado por una frágil sonrisa. Su mujer y el amigo le miraban sin fuerzas, no contestaron. "No os preocupéis", siguió, "que seguro que Alí vuelve a aparecer ahora también y nos dice hacia dónde debemos remar. Nos salvaremos", aseguró.

La noche cayó sobre la barca, la mujer y los dos hombres; los náufragos dormían bajo los ojos de una figura humana colosal que surgía del mar, tocada con un turbante.

 
 
 
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