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Allá por el año de 1860, todas las viejas de uno de los barrios más poblados de esta ciudad dormían de noche, vestidas y con vela, y no salían de día a la calle sin asomar antes la cabeza con aire preguntón y mirar arriba y abajo, como para asegurarse de que no había peligro.

A un viajero curioso que no hubiera estado en el secreto, habríale llamado sin duda la atención tamaña cautela, pero los habitantes de Buenos Aires, y particularmente los moradores de aquel barrio, sabían bien a qué atenerse en cuanto a esto y no sólo no encontraban de más semejantes precauciones, sino que aplaudían la rehabilitación que se hizo por aquellos tiempos de un sinnúmero de conjuros antiguos, a causa de los acontecimientos extrañísimos que tenían lugar.

Así, no había, pues, casa de mujer medianamente beata en la que no encontrara un San Antonio patas arriba, un San Roque sin perro, una herradura colgada, el pan dado vuelta y, lo que es más aún y se tenía en aquella época por un conjuro de mucho crédito, una escoba con el mango para abajo tras de cada puerta.

Barrer de noche los cuartos que, como se sabe, es lo más atentatorio a las leyes de la brujería, era cosa de hacerse sin mirar para atrás; pero a pesar de todos estos contramaleficios, las calamidades continuaban y el gobierno se vio obligado a bajar la contribución directa de aquel barrio, la municipalidad dejó de cobrar el impuesto de alumbrado y sereno y hasta el Papa concedió cien días de indulgencia, a todos los habitantes de la parroquia en que tales acontecimientos tenían lugar.

¿Pero quién traía en ese alborotado desorden a tan pacíficos moradores? ¿Quién había de ser? Dios me ayude para nombrarlo, pues todavía se encuentran respetables personas que no lo nombran sin santiguarse la boca. Era nada menos que un aprendiz de farmacia, el muchacho más travieso del barrio, el travieso más audaz de la ciudad y el audaz más ingenioso de la provincia.

No pasaba por la puerta de la botica en que despachaba el mencionado aprendiz, un solo hombre respetable y conocido, que no siguiera su camino llevándose pegada a la levita una cola de papel.

No entraba en la farmacia matrona presuntuosa que no saliera con bigotes de corcho quemado, pintados en su labio como por arte del diablo.

No se paraba en la esquina caballero distinguido, al cual un tarro lleno de clavos que caía como llovido hasta cierta altura, no le abollara el sombrero y, por último, no había bicho viviente que acertara a poner el pie en las inmediaciones de aquel foco de sucesos, que no llevara algún recuerdo del aprendiz de farmacia.

Inútil es decir que las hazañas de don Ignacio Pirovano, que así se llamaba el aprendiz de farmacia, habían pasado a ser una leyenda popular y el mismo don Ignacio, aún más popular que su leyenda.

Las pandillas de estudiantes de la Universidad, organizadas para comer de balde pastelitos en la plazoleta del mercado, se hacían un honor en tener como miembro consultor a don Ignacio Pirovano, y hubo una época en que podía con razón decirse de él que era el presidente nato del comité de mortificación pública.

¡Cómo pasan los años!

Coloraba el oriente el sol resplandeciente, como dice Espronceda; las nubes de zafir, de nacar y oro huían por los cielos, dejando el horizonte limpio como una patena, y el sol con su cara impávida introducía raudales de luz por todas las aberturas de mi estudio, calle de la Florida 230, donde recibo consultas, gratis para los pobres por decisión mía, y gratis para los que no son pobres por decisión de ellos.

Y era una mañana del presente mes de setiembre y la hora temprana en que una señora de noventa y tantos años me había madrugado para contarme, con aquella impertinencia clásica con que cuentan las viejas sus achaques, la historia de un catarro crónico que padecía desde joven y que, para mejor comprensión, quiso narrar desde el principio, adornándola con mil detalles minuciosos, inoportunos y biográficos que se ligaban, a su modo de ver, íntimamente con su bronquitis incurable y con la guerra de la independencia.

Iba la enferma a media asta de su cuento refiriendo las alteraciones que tuvo su catarro en tiempos de Rivadavia, cuando Benito, mi sirviente, a quien aprovechando esta oportunidad presento a ustedes, me entregó un folleto que acababan de traer.

La vieja suspendió su narración y alargó los ojos con aquella sublime curiosidad que conservan todas las mujeres, desde la edad de tres meses hasta la de ciento cincuenta años.

La ansiedad de mi enferma me incitó y por un rasgo de bondad casi paternal, leí en alta voz la carátula y dedicatoria del folleto, que decía así: "Facultad de medicina. La herniotomía. Tesis para el doctorado. Mi muy querido Eduardo: vivimos juntos; en la fonda de la Sonámbula nos fiaban juntos; juntos tuvimos que repetir la inolvidable horchata de Canesa. Quiera el cielo que en la nueva época de mi vida, tengamos ocasión de juntarnos muchas veces.

Tu siempre amigo. -"Ignacio Pirómano",

Ni un cañonazo a boca de jarro, ni un redoble de trueno en oreja desprevenida, ni una receta del doctor Granados, habría producido tan alarmante efecto, Apenas mis labios pronunciaron las dos, palabras "Ignacio Pirómano", mi pobre enferma volvió los ojos al cielo y se halló presa de las más horribles convulsiones.

Entonces yo, con aquel talento generalizador que me caracteriza, saqué mi cartera y apunté esta prudente y científica observación, semejante a muchas de las que hacen algunos de mis colegas y no pocos autores: "Contraindicado, para las bronquitis crónicas, el nombre de don Ignacio Pirovano". Y contento de mí mismo, espero la oportunidad de comunicar este descubrimiento a la academia de ciencias médicas.

A las dos horas de este suceso vinieron a pedirme el certificado de defunción para enterrar a la señora, muerta de emoción en la flor de su edad y sin motivo, pues don Ignacio Pirómano es hoy uno de nuestros distinguidos médicos, habiendo abandonado por completo la profesión de atar tarros de lata a las colas de los perros, de enseñar insolencias a los loros y de echar fósforos en los atrios de las iglesias.

El mismo Pirovano que hace diez años ponía pica -pica debajo de la cola de las gatas, ha escrito hoy una de las tesis más notables que se haya presentado ante la Facultad y ha recibido un honroso título, después de haber cursado con un éxito envidiable todas las aulas de la escuela.

Que elogien otros sus méritos como estudiante; yo no quiero hacer cosas inútiles y no he de decir que Pirovano ha sido constantemente sobresaliente en sus estudios, porque todos lo saben. El no necesitaba elogios; el mérito se abre aso en todas partes y, entre nosotros si los elogios ayudan a vivir, el verdadero valor no es del todo desconocido.

Pero la vida del hombre tiene a lo menos dos faces.

En la una, cada hombre es el cómico que tiene un carácter y representa un papel serio ante el mundo; en la otra, el hombre es consecuente con sus tendencias y se queda con rasgos de niño o intenciones de muchacho durante toda su vida.

Yo no paso jamás delante de un naranjero sin que una tentación irresistible me obligue a meter la mano en la canasta; otros son perseguidos por el deseo de poner zancadillas a los que pasan. Pirovano, tan estudioso y serio como es, tan aprovechado, tan observador, no abandonará jamás esas tendencias estudiantiles que harán célebre su nombre en la historia de las jaranas escolares.

 
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