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Allá por el año 1828, un destacamento de milicias, convertido en tropa de línea por obra y gracia del Espíritu Santo, hallábase como perdido en el desierto en los confines de la República, cuidando de los indios y evitando una que otra vez sus invasiones a los campos poblados.

El campamento se convirtió en fortín, y a su sombra, como alrededor de una iglesia, se formó una agrupación. Las personas más importantes de ese vecindario eran el cura, naturalmente, y dos caballeros, uno ya de edad provecta que había sido comandante, hombre de consejo, erudito que así describía una batalla de Julio César como componía un acróstico con el nombre de la hija del juez de paz, en el día de su cumpleaños; muy respetado en el partido por su saber y muy popular por aquel tino que Dios le había dado para convertirse en árbitro de todas las situaciones. El otro, más joven, era un guardia nacional retirado que había corrido mil peripecias y conservaba en su carácter los impulsos de los siempre afortunados, por lo cual era muy perito en asuntos de acción teniendo por añadidura un buen sentido práctico.

Cuando el coronel Estompa fue nombrado jefe de la guarnición y se instaló en su campamento, sito a media legua del pueblito, las dos primeras visitas que tuvo fueron la del provecto comandante y la del guardia nacional retirado, como que los dos habían recomendado al ministerio el nombramiento del coronel Estompa para jefe de frontera.

Rayaba el coronel en una edad un tanto incompatible con sus bélicas y azarosas funciones, inconveniente que él salvaba en parte quitándose metódicamente dos o tres años, y eran no pequeñas ventajas su estatura, su aplomo y su catadura, que armonizaban con su jerarquía militar. De lejos parecía un apuesto caballero: su andar era marcial, su gesto significaba energía y cierta disposición en arco de su cuerpo, en virtud de la cual la parte anterior hacía una perceptible prominencia, le daba el aspecto de un hombre decidido a llevarse todo por delante. Una nariz y unos ojos en continuo pestañeo eran los rasgos más salientes de su fisonomía. Su retrato moral no había sido hecho por nadie, tal vez por haberse considerado inútil semejante tarea o quizá por no encontrarse en el original caracteres acentuados que le diferenciaran del común de los mortales.

Tomóse al principio el coronel Estompa gran trabajo por disciplinar su tropa y en este empeño no dejó de consultar ciertos tópicos con las dos personas mencionadas, aun cuando ellas no podían vanagloriarse de influir con eficacia en sus decisiones, pues el coronel, oído el parecer de sus consejeros, contestaba invariablemente:

"Lo meditaré."

Lo meditaba y después hacía a su cabeza, según la expresión de su asistente, porque el coronel tenía un asistente y éste, a su vez, un círculo hábil para propiciarse voluntades, compuesto de compañeros que ante los ojos del coronel representaban la opinión del pueblo.

Nunca resolvía nada el coronel sin previa consulta al asistente y su círculo, y la opinión de éstos era, como se comprende, la misma del coronel, hábilmente descubierta, un tanto condimentada con algunos pedazos de la propia, merced a los cuales en las altas y graves determinaciones del superior había seguramente una parte de origen subalterno.

Así cuando el asistente oía, tras una consulta con los personajes del pueblito, el infalible "lo meditaré" añadía mentalmente "ya arreglaré yo eso".

-No tire cañonazos, mi coronel - decía el erudito ex comandante -, porque con ellos advierte a los indios que está en guardia.

-Lo meditaré - contestaba el coronel.

-No cambie con tanta frecuencia sus oficiales - añadía el guardia nacional retirado -, no le conviene.

-Lo meditaré - repetía el coronel.

Pero como al asistente le gustaban los fogonazos y los cambios por ser su coronel muy afecto a los aparatos y a las novedades, al otro día de la conferencia había un tembladeral de cañonazos y un trasplante total en la oficialidad del cuerpo.

Con tales procederes el pueblito vivía en completa alarma; los indios advertidos por las salvas, arreaban con el ganado en los intermedios; los estancieros se quejaban, los pobladores se empobrecían y los soldados no atinaban con el objeto de semejantes ejercicios.

Pero no paraban aquí las fiestas.

De repente, durante la noche, sin el menor motivo de alarma, se tocaba llamada; a formar, a ensillar los caballos, a enganchar los cañones y en marcha hacia el desierto, sin víveres, sin agua, sin previa preparación; y después, alto, formación de un -nuevo campamento en cualquier parte y, a la madrugada siguiente, otra vez sin haber dormido ni comido, a levantar carpas y cañoneo con puntería al horizonte; veinte oficiales destituídos, una compañía entera arrestada, dos sargentos condenados a muerte y ejecutados... todo ello sin saberse cómo ni por qué. Luego, toque de retirada hacia el pueblito con soldados y oficiales atados como prisioneros; y una vez llegada la tropa de su misteriosa excursión, investigaciones de los personajes: ¿pero qué hay, qué ha sucedido? No se sabía; el coronel debía tener noticias. Y vuelta a las formaciones, a los simulacros y a las destituciones.

Una noche de luna hermosísima, noche pampeana, triste, solemne con el campo dormido, alumbrado por una luz quieta y triste, en medio de la calma general, cien tambores tocan llamada. A formar; tres oficiales presos, uno de ellos condenado a muerte, en condiciones horribles, debía ser atado a la boca de un cañón y destrozado de un cañonazo. El coronel en persona dio la orden; el oficial fue amarrado. ¡Momento solemne! ¿Qué falta espantosa habrá cometido?, se preguntaban en las filas. Los personajes del pueblito y otros vecinos se presentaron en el campamento a interceder por el condenado, instruidos ya de la tragedia que se preparaba.

-Señor coronel... - comenzaron diciendo.

El coronel los interrumpió vociferando: "la disciplina, el principio de autoridad. Yo mando: ¡Sargento, fuego!..." El sargento, con la cuerda del estopín en la mano, tuvo un momento de irresolución; fijó sus ojos en los del coronel, algo vio en su mirada que lo iluminó de súbito, y maquinalmente lanzó este grito:

-¡Compañeros, el coronel está loco!

¡Fue una revelación! Los soldados se apoderaron del coronel.

Estaba loco.

 
 
 
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