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La mañana de Pascua volvimos a emprender la navegación por un mar tórrido y una atmósfera cargada de humedad, alejándonos de la costa no explorada suficientemente. Esa misma tarde surgió de las olas ante mí una imagen maravillosa: la ciudad de Cartagena con sus muros blancos, tan chata y próxima al mar que, a semejanza de Cádiz, daba la impresión de flotar en medio de las aguas. ¡Cartagena! Bajo este epígrafe hay muchas páginas de ni¡ diario llenas de expresiones de mucho interés y momentos de gozo. Algo que había echado de menos entonces. Por fin una ciudad con monumentalidad y carácter en este continente; por fin un soplo de antigua grandeza; por fin un testimonio arquitectónico del poderoso espíritu de aquellos españoles, creadores del imperio universal "donde el sol jamás se ponía".

Cartagena de Indias es la ciudad europea más antigua de América del Sud. Los españoles la fundaron en 1533 en la vecindad de un brazo del río Magdalena, actualmente arramblado y se vincula a ella una historia gloriosa. Después de la transitoria conquista de Francis Drake en 1585, fue defendida con poderosas obras de fortificación que aún hoy despiertan admiración. Con la ciudad de Bogotá, Cartagena mereció ser a intervalos la capital del Virreinato de Nueva Granada, del cual surgió la actual nación colombiana. Su puerto estratégico reunía famosas flotas españolas cargadas de plata antes de emprender la travesía de regreso a su patria y por esta razón la riqueza estableció allí su sede. A principios de este siglo se convirtió luego en uno de los puntos de partida de la gran lucha de liberación contra el dominio de los españoles. Allí inició Bolívar su primera carrera victoriosa hasta la toma de Caracas; allí se replegó después que hubo fracasado su campana en Venezuela. Aún hoy se muestra a los extranjeros la casa que ocupaba en una de las calles de Cartagena, y en la plaza principal de la ciudad, cubierta de acacias de flores rojas, se le ha erigido una estatua ecuestre, hermosa y libre desde el punto de vista artístico.

En 1815 la ciudad fue conquistada por la prepotencia del general español Morillo, quien más tarde cobró fama por sus terribles represalias, pero sólo lo consiguió mediante el hambre. No pudo tomar los viejos bastiones de viva fuerza. Algunos años más tarde, Cartagena volvió a ser libertada y elegida capital del estado federativo de Bolívar. Hoy en día, a raíz del arramblamiento de su puerto y del canal de navegación tendido hacia la desembocadura del Magdalena, ha sido sobrepujada por su vecina Barranquilla. El comercio sufre una recesión cada vez más acentuada, el número de habitantes ha descendido a 10.000, la mitad de los de su joven rival, más afortunada y no resulta del todo claro cuál es el medio de vida de la masa de población.

Debido a este arramblamiento de la antigua rada se debe realizar un desvío hacia el sud para llegar a través de la llamada Boca chica a la grande y hermosa laguna interior de Cartagena formada por un cordón de islas. Por esta razón, el viajero procedente de Barranquilla goza dos veces de la vista de la ciudad desde el mar, las dos diferentes y ambas grandiosas. Al principio, la ciudad oscila lentamente hacia oriente ante nosotros en la lejanía algo brumosa cual una blanca masa uniforme y vuelve a desaparecer, una aparición borrosa pero que mantiene latente la expectativa. Luego nos acercamos de nuevo a ella por el sud y echamos anclas muy cerca de su imagen de contornos claros y nítidos, sobre la cual arde el brillante sol de la tarde. ¡Una vista esplendente y maravillosa! La luminosa superficie del puerto, flanqueada a derecha e izquierda por tupidos mangles, parecía en partes un espejo centelleante, en otras los soplos de viento la encrespaban con franjas verde esmeralda. Ante nosotros y dominando el puerto, se alzaba en semicírculo la vieja ciudad con sus poderosos bastiones flotantes de sillares grises, oscuros jardines verdean sobre ellos, imponentes cúpulas de iglesias y enormes conventos y colegios se alzan hacia el cielo. En el fondo, a la derecha, nos daba la bienvenida el majestuoso cerro llamado la Popa, coronado por un pintoresco monasterio que mira hacia el interior.

Durante dos días paseé por Cartagena, orientado por el amable cónsul alemán, y cada vez con renovado entusiasmo. El antiguo fuerte construido con ese orgulloso sentido de señorío que cree en la eternidad de su posesión, es imponente. Los muros no son muy altos, pero enormemente anchos, construidos con gigantescos bloques de coral gris plata. El mortero es tan resistente que la brisa húmeda del mar sólo pudo corroer los sillares del costado de barlo vento. El viejo mortero de las uniones, se conserva en cambio sobre los muros formando un precioso enrejado. En las altas plataformas la cementación es tan sólida aún que allí no pudo echar raíces vegetación alguna.

Aquí y allá se puede mirar a través de aberturas hacia el fondo de enormes y oscuras cisternas, destinadas a recolectar el agua llovida, para no carecer del líquido elemento durante los asedios. En otras partes, el interior de los muros aloja una larga sucesión de mazmorras. Estremecidos, miramos los oscuros y húmedos corredores, sin poder dejar de pensar en los gritos de los desesperados que habrán sofocado esas paredes levantadas por los esclavos para la raza fuerte que creó allí una prisión. Con ella deben estar relacionadas muchas cosas siniestras.

En la actualidad, en cambio, es maravilloso pasar por allí en el fresco atardecer, cuando los niños juegan en derredor de los viejos cañones y las doncellas con sus vestidos de colores charlan sentadas en los bajos parapetos. Afuera, el sol se hunde en el océano ilimitado y las olas plateadas avanzan sin cesar desde la lejanía hacia el pie de la fortaleza como lo hacen desde todos los siglos en eterno ritmo.

 
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