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HEALTHFUL-HOUSE

 

La tarjeta que recibió aquel día- 15 de Junio- el Director del establecimiento de Healthful-House, llevaba correctamente este sencillo nombre, sin escudo ni corona:

El Conde de Artigas.

Bajo este nombre, y en la esquina de la tarjeta, estaba escrita con lápiz la dirección:

«A bordo de la goleta Ebba, anclada en New-Berne, Pamplico-Sound.»

La capital de la Carolina del Norte, uno de los cuarenta y cuatro Estados de la Unión en aquella época, es la importante ciudad de Raleigh, situada unas ciento cincuenta millas en el interior de la provincia. Merced a su posición central, esta ciudad llegó a ser el asiento de la legislatura, pues las demás la igualan o superan en valor comercial o industrial, por ejemplo, Wilmington, Charlotte, Fayetteville-Edenton, Washington, Salisbury, Tarboro, Halifax, New-Berne. Esta última se eleva en el fondo de la ensenada de Neuze-river, que se arroja en el Pamplico-Sound, especie de vasto lago marítimo, protegido por un dique natural formado de las islas o islotes del litoral caroliniano.

No hubiera podido el Director de Healthful-House adivinar la razón por la que se le enviaba aquella tarjeta, a no ir ésta acompañada de una carta, en la que el Conde de Artigas solicitaba permiso para visitar el establecimiento en cuestión. Esperaba el personaje que el Director accediese a su demanda, y contaba con presentarse por la tarde con el capitán Spada, que mandaba la goleta Ebba.

Este deseo de penetrar en el interior de aquella casa de salud, muy célebre entonces y muy solicitada por los enfermos ricos de los Estados Unidos, no podía parecer sino muy natural de parte de un extranjero. Otros la habían ya visitado sin llevar un gran nombre como el Conde de Artigas, y no habían escaseado sus enhorabuenas al Director. Apresuróse, pues, éste a conceder el permiso que se solicitaba, y respondió que para él sería gran honra abrir al noble visitante las puertas de su establecimiento.

Healthful-House, servido por un escogido personal, con el concurso de los médicos de más nombre, era de creación particular. Independiente de los hospicios y hospitales, pero sometido a la vigilancia del Estado, reunía todas las condiciones de comodidad y salubridad que exigen las casas de este género destinadas a recibir una opulenta clientela.

Difícilmente se hubiera encontrado un sitio más agradable que el de Healthful-House. Abrigado por una colina, poseía un parque de doscientos acres, plantado de esos magníficos arbustos que prodiga la América septentrional, en su parte igual en latitud a los grupos de las Canarias y de la isla Madera. En el límite inferior del parque se abría la ensenada del Neuze, incesantemente refrescada por las brisas del Pamplico-Sound y los vientos del mar.

En Healthful-House, donde los ricos enfermos estaban cuidados en excelentes condiciones higiénicas, los casos de curación eran numerosos. Pero si el establecimiento estaba en general reservado al tratamiento de las enfermedades crónicas, la Administración no rehusaba admitir a los particulares afectados de trastornos intelectuales cuando la enfermedad no presentaba un carácter incurable.

Precisamente en aquella época había una circunstancia que debía atraer la atención sobre Healthful-House, y que tal vez era el motivo de la visita del Conde de Artigas. Era esta circunstancia la presencia de un personaje de gran notoriedad. Encerrado en la casa desde hacía diez y ocho meses, se le tenía sometido a una observación especial.

El personaje en cuestión era un francés llamado Tomás Roch, de unos cuarenta y cinco años de edad. Ninguna duda podía existir de que estuviera bajo la influencia de una enfermedad mental; pero hasta entonces los médicos no habían notado en él una perturbación definitiva de las facultades intelectuales. Cierto que la justa noción de las cosas faltábale en los actos más sencillos de la vida; pero su razón permanecía entera, poderosa, inatacable, cuando se hacía llamamiento a su genio; y ¿quién no sabe que a veces el genio y la locura confinan? Verdad es que sus facultades afectivas o sensoriales estaban profundamente atacadas. Cuando había lugar para ejercitarlas, no se manifestaban más que por el delirio o la incoherencia. Ausencia de memoria, imposibilidad de atención; nada de conciencia, nada de genio. Entonces Tomás Roch no era más que un loco, incapaz para todo, privado de ese instinto natural que dirige la vida animal, el de la conservación, y era preciso tratarle como a un niño. No se podía perderle de vista, y en el pabellón 17, que ocupaba en el fondo del parque de Healthful-House, su guardián tenía la obligación de vigilarle noche y día.

La locura común, no siendo incurable, no puede ser curada más que por medios morales. La medicina y la terapéutica son impotentes, y su ineficacia es reconocida desde hace mucho tiempo por los alienistas.

¿Eran aplicables estos medios morales al caso de Tomás Roch? Había fundamento para dudarlo hasta en aquel ambiente tranquilo y sano de Healthful-House. En efecto: la inquietud, los cambios de humor, la irritabilidad, las anomalías de carácter, la tristeza, la repugnancia a las ocupaciones serias o a los placeres, aparecían claramente. Ningún médico hubiera podido indicar un medio de curación; ningún tratamiento parecía capaz de hacerlos desaparecer, ni de atenuarlos.

Se ha dicho que la locura es un exceso de subjetividad, es decir, un estado en el que el alma se entrega demasiado a su trabajo interior y poco a las impresiones que vienen de fuera. En Tomás Roch esta indiferencia era casi absoluta. No vivía más que dentro de sí mismo, presa de una idea fija, cuya obsesión le había llevado donde estaba. Difícil, pero no imposible, era que se produjera una circunstancia, un contragolpe que le «exteriorizase», para emplear una palabra bastante exacta.

Conviene ahora relatar en qué condiciones este francés abandonó Francia; qué motivos le habían traído a los Estados Unidos; por qué el Gobierno federal había juzgado prudente y necesario encerrarle en aquella casa de salud, donde se debía anotar con minucioso cuidado todo lo que inconscientemente se le escapara en el curso de sus crisis.

Diez y ocho meses antes, Tomás Roch solicitó una audiencia del Ministro de Marina de Washington. Bastó el nombre para que el Ministro comprendiera de lo que se trataba. Aunque supiese de qué naturaleza sería la conferencia y qué pretensiones la acompañarían, no dudó, y la audiencia fue concedida inmediatamente.

En efecto, la notoriedad de Tomás Roch era tal entonces, que, cuidadoso de los intereses que se le habían encargado, el Ministro no podía dudar en recibir al solicitante y conocer las proposiciones que éste quería hacerle en persona. Tomás Roch era un inventor, un inventor de genio. Ya importantes descubrimientos le habían dado fama; gracias a él, algunos problemas puramente teóricos hasta entonces habían recibido una aplicación práctica. Su nombre era conocido en la ciencia y ocupaba uno de los primeros puestos en el mundo de los sabios, y se va a ver cómo, después de muchos disgustos, de grandes decepciones y hasta de ultrajes de la prensa, llegó a aquel período de locura que hizo necesario su ingreso en Healthful-House.

 
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