Hace ya siglos que en una gran ciudad, capital de un reino, cuyo nombre no importa saber, vivía una pobre y honrada viuda que tenía una hija de quince abriles, hermosa como un sol y cándida como una paloma.
La excelente madre se miraba en ella como un espejo, y en su inocencia y beldad juzgaba poseer una joya riquísima que no hubiera trocado por todos los tesoros del mundo.
Muchos caballeros, jóvenes y libertinos, viendo a estas dos mujeres tan menesterosas, que apenas ganaban hilando para alimentarse, tuvieron la audacia de hacer interesadas e indignas proposiciones a la madre sobre su hermosa niña; pero ésta las rechazó siempre con aquella reposada entereza que convence y retrae mil veces más que una exagerada y vehemente indignación. Lo que es a la muchacha nadie se atrevía a decir los que suelen llamarse con razón atrevidos pensamientos. Su candor y su inocencia angelical tenían a raya a los más insolentes y desalmados. La buena viuda, además, estaba siempre hecha un Argos, velando sobre ella.
Aconteció, pues, que la fama de las rarísimas y altas calidades de la muchacha llegaran a oídos del rey. el cual, como mozo y apasionado, quiso verla, y, habiéndola visto, se enamoró locamente.
Su majestad se valió, según costumbre, de su primer chambelán o gentilhombre, persona muy discreta, sigilosa e insinuante, para que interviniese en este negocio y allanase obstáculos; pero toda la habilidad de aquel experimentado paraninfo y todo el mar de dinero en que prometía hacer nadar a la viuda y a su hija, fueron a estrellarse contra la inaudita virtud de ambas, más firme que una roca. El ultimátum con que se terminaron tan importantes negociaciones estaba concebido y expresado en estos términos por la buena de la viuda: «Si su majestad quiere venir a mi casa con el cura, que venga cuando guste mi hija tendrá a mucha honra ser la reina, su esposa; pero si su majestad piensa que ha de lograr algo de otra suerte, se equivoca muy mucho.»En una época de severas virtudes, o ya que no de virtudes severas, de sentimientos democráticos, aquella contestación hubiera sido aplaudida; mas entonces había tal corrupción en las costumbres y era tal el espíritu aristocrático y de subordinación alas altas jerarquías sociales, que el rey, los cortesanos, las damas y pueblo todo, para no indignarse de los humos de la viuda y de su hija, determinaron reírse y declararlas tontilocas, llamándolas, las cogotudas hambrientas, las reinas andrajosas, las pereciendo por su gusto, y otros dictados y títulos de escarnio. No podían las tristes tocar siquiera el ándito de la casa en que vivían sin verse poco menos que silbadas y abochornadas. Cuando iban a misa los domingos, decían las comadres al verlas pasar:
-Ahí va la reina; miren qué majestad y qué entono. ¿Cómo puede ir tan tiesa con el estómago vacío?
Con lo cual y con otras frases del mismo género apuraban y hacían llorar a la chica, que era más bendita que el pan, y que no sabía soltar la lengua y contestarles su merecido.
Ella y su madre tenían una paciencia y una dulzura a toda prueba, y nunca se exacerbaban con los malos tratamientos, ni se arrepentían de haber despreciado tan buena ocasión de hacerse ricas.