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Tenía entonces dieciséis años. Era el verano de 1833.

Vivía con mis padres en Moscú; ellos tenían alquilada una dacha en Kaluzhskaya Zastava frente al parque Nescuchnoye. Estaba preparándome para ingresar en la Universidad, pero estudiaba poco, sin hacer el menor esfuerzo.

Nadie ponía trabas a mi libertad. Hacía lo que me venía en gana, sobre todo cuando se fue mi tutor francés, que nunca pudo hacerse a la idea de que había caído «como una bomba» (comme une bombe) en Rusia y se pasaba la vida tumbado en la cama con cara de mal humor. Mi padre me trataba con una mezcla de indiferencia y cariño. Mi madre apenas me hacía caso, a pesar de ser su único hijo, pues otras preocupaciones acaparaban su atención. Mi padre, joven y bien parecido, se había casado con ella por interés. Ella era diez años mayor que él. Mi madre llevaba una vida triste. Siempre nerviosa y comida por los celos, se ponía de mal humor, pero nunca en presencia de mi padre, a quien temía.

Él, en cambio, era seco y frío con ella y la mantenía a distancia... No he visto jamás a un hombre de una tranquilidad tan digna, tan seguro de sí y tan dominante.

Nunca olvidaré las primeras semanas que pasé en la dacha. Hacía un tiempo espléndido.

Nos instalamos el 9 de mayo, el mismo día de San Nicolás. A veces me iba a pasear por el jardín de nuestra dacha, o por Nescuchnoye o Kaluzhskaya Zastava. Me llevaba algún libro, por ejemplo el manual de Kaidanov, pero raramente lo abría. Y más que leer, recitaba en voz alta (me sabia muchos versos de memoria). La sangre me hervía, el corazón se me encogía ridícula y dulcemente. Esperaba y temía algo. Todo me sorprendía y estaba como a la expectativa. Mi imaginación jugaba y revoloteaba en torno a las mismas ideas, como los pájaros alrededor de un campanario. Me quedaba meditabundo, me entristecía y hasta llegaba a llorar. Pero detrás de las lágrimas y la tristeza, provocadas por un dulce verso o un bello atardecer, brotaba corno hierba de primavera la sensación de felicidad que produce una vida joven en plena ebullición.

Tenía un pequeño caballo. Yo mismo lo ensillaba y me iba solo, al galope, lo más lejos posible. Me imaginaba que era un caballero actuando en un torneo (¡qué alegre soplaba el aire en mis oídos!). Al mirar al cielo se me llenaba el alma de su azul y de su luz radiante.

Me acuerdo de que entonces la imagen de una mujer, el fantasma de un amor, casi nunca aparecía de manera clara y nítida en mi mente, pero en todo lo que pensaba, en todo lo que sentía se escondía el presentimiento de algo nuevo, inimaginablemente dulce, femenino, algo de lo que sólo a medias era consciente, pero que hería mi pudor.

Este presentimiento, esta espera inundaba mi ser, recorría mis venas y cada gota de mi sangre... Pronto quiso el destino que esto fuese realidad.

 
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