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Pipatón - El cacique de los talones alados de Elmer Pinilla Galvis  

Pipatón - El cacique de los talones alados
de Elmer Pinilla Galvis


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"Es un libro que debíeramos leer todos los latinoamericanos para que conozcan la fuerza de nuestros antepasados y como los españoles acabaron con los verdaderos dueños de América"

Luz Helena Mesa Fernandez CO

 
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Descripción del libro "Pipatón - El cacique de los talones alados"


Pipatón, el cacique de los talones alados, es la historia novelada que relata, con base en fray Pedro Simón (cronista franciscano que narró con conocimiento de causa los hechos más conspicuos del aborigen en su monumental obra Noticia Historial de la Conquista de Tierra Firme en las Indias Occidentales ), las luchas del gran cacique de los indios yariguíes contra la invasión de sus tierras por los colonos españoles, y Benito Franco, Capitán de las milicias ibéricas de la provincia de Vélez. Como novela, no todo lo narrado es histórico, pero lo ficticio no quita méritos a lo real. Los diálogos son apócrifos, pero ajustados a las circunstancias de tiempo, lugar y modo, y a la personalidad, índole y carácter de quienes hablan.

El relato principia con un corto epígrafe, tomado textualmente de fray Pedro Simón, que les viene a los historiadores como estímulo para que investiguen y divulguen las vidas de tanto olvidado héroe de la historia de Colombia. Sigue luego una INTRODUCCIÓN para explicar las razones por las cuales valía la pena narrar, aunque fuera novelescamente, la vida de quien merece aparecer en los textos de Historia con igual o mayor señalamiento que el que se dedica a muchos héroes patrios que "vivieron para sus glorias un solo instante", mientras el cacique yariguí prolongó sus actos de rebeldía durante muchos lustros, a pesar del terrible impedimento que le causó en los talones el Capitán Franco.

La narración se desarrolla en tres capítulos: LA RAZÓN DE LA SINRAZÓN, LA SINRAZÓN DE LA RAZÓN y RAZONES EN CONFLICTO. En el primero, se expone qué argumentos étnicos, sociales, culturales y religiosos tenía Benito para combatir contra los yariguíes y especialmente contra Pipatón. En el segundo, se perciben esos mismos y otros raciocinios, ahora bajo el examen del cacique, para luchar contra los colonos españoles y especialmente contra las milicias dirigidas por Benito. En el tercero aparece ya la lucha a muerte entre aborígenes y españoles, con énfasis en el enfrentamiento caracterológico entre ambos personajes, de manera notorio en el momento en que el gran cacique decide entregarse por la primera vez para evitar el ajusticiamiento de Yarima, su principal esposa, enfrentamiento del cual Benito franco sale mal librado al recibir de Pipatón toda una demostración de personalidad, de gallardía, de entereza y de orgullo raciales, inaceptables para el español que, en un acto de ira al verse confundido por el porte majestuoso, con el rechazo a la humillación y sobre todo con los raciocinios del aborigen, decidió desjarretarlo y enviarlo al distrito de La Palma "para alejarlo de Vélez y su tierra 30 leguas".

La nación de los yariguíes estaba situada en una amplia zona selvática del actual Departamento de Santander entre los rios Minero al sur y Sogamoso al norte, y entre la cima de la Cordillera Oriental de los Andes colombianos al este y el rio Magdalena al oeste. Se asentaba pues en una región de impenetrables selvas de gigantescos y antiquísimos árboles, cuyos follajes eran tan densos, que impedían que la luz del sol penetra al piso donde la oscuridad era permanente. Cruzada por numerosos rios, arroyos y quebradas que se salían de madre durante las épocas de lluvias y anegaban las tierras aledañas; habitada por toda clase de mortíferas alimañas y con un clima ardorosamente tropical, no permitía un promedio de vida superior a los 45 años. Todo ello hacía que los yariguíes tuvieran una alta tasa de mortalidad infantil. Todas estas particularidades, sumadas a la tenaz resistencia de los aborígenes para impedir la penetración de sus tierras con sus flechas, sus dardos envenenados, sus macanas y sus tácticas guerreras, hizo que el formidable ejército del Adelantado Jiménez de Quesada, compuesto por 900 hombres supuestamente bien armados, mermara en tal forma desde su partida de Santa Marta que, cuando hizo un recuento en Vélez, apenas sobrevivían 169: los demás habían fallecido por enfermedades tropicales, por los asaltos de los aborígenes, por ataques de las fieras, por comer yerbas venenosas o alimañas ponzoñosas, y por hambre.

Pertenecientes a la gran familia Caribe, los yariguíes, pueblo esencialmente formado por cazadores y recolectores nómadas educados para la guerra, estaban divididos en clanes independientes (arayas chiracotas, tolomeos, suamacaes, opones y carares) gobernados cada uno por su respectivo cacique en forma autónoma. A la manera de los antiguos griegos, dichos clanes vivían en permanentes disputas entre sí por cuestiones de herencias de cacicazgos, por traiciones, por repartos de botín y por límites de influencias, pero a la menor amenaza de incursiones de tribus extrañas, se reunían para repeler la invasión. Hacia 1570, cuatro caciques fueron los más conocidos por los españoles: Beto, de los arayas, Caciquillo, de los opones, Martinillo, de los carares y Suamacá, de los suamacaes, dedicados a asaltar las embarcaciones que por el Rio Grande, por el Sogamoso, el Carare y el Opón, transportaban colonos, milicianos y mercancías a Vélez y a Santafé; a tropas de soldados que hacían batidas contra aborígenes, y a poblados, acciones en las que, con flechas incendiarias, dardos envenenados y macanas, cobraban las vidas de soldados, hombres, mujeres y niños, retenían ricos botines de ropas, vinos, libros, muebles, armas y utensilios de agricultura y construcción, y se los llevaban a sus bohíos donde eran arrumados por considerarlos inservibles. Cada cacique educaba a su joven sucesor en todas las antiguas tácticas guerreras vernáculas: imitar el trino de las aves para transmitir mensajes; recorrer grandes distancias mediante bejucos sin pisar el suelo; practicar la ultrafamosa marcha de la fila india para no dejar en el suelo sino la huella de sólo dos piés, y dejar rodar desde un collado enormes rocas para causar estragos en patrullas y caballerías. Así, Beto educó a Pipatón, Caciquillo a Maldonado, Martinillo a Itupeque y Suamacá a Labogache El contacto con los españoles les aportó nuevos conocimientos tácticos: era mejor atacar en épocas de lluvias porque los arcabuces no funcionaban con la pólvora mojada, los ataque a poblados eran más exitosos en las madrugadas porque el sueño hacía descuidar la guardia, y, como los colonos españoles creían en espantos y en consejas, les hacían guerra sicológica con los endriagos de la madremonte, la llorona, la mano pelúa y el mohán. Debido a la extraordinaria ubicuidad, que lo hacía supuestamente ejecutar acciones simultáneas en diferentes y alejados lugares, creían ciegamente que los talones cercenados de Pipatón habían sido reemplazados por veloces alas, o que, viéndose cercado y a punto de ser prendido, se convertía con ayuda del demonio, con quien tenía pactos, en un arbusto o en una lagartija.

De la misma manera como Beto fue considerado por los demás caciques el conductor natural de todos los yariguíes, Pipatón lo fue por sus tres jóvenes compañeros luego de las alevosas muertes por estrangulamiento, llevadas a efecto en Vélez en las personas de Beto y de Suamacá, adonde, bajo falsas promesas de amistad y de paz, fueron llevados por Francisco Franco, padre de Benito.

Tres circunstancias vinieron a pesar negativamente en contra de los deseos de los yariguíes de ver su tierra libre de intrusos: los colonos aumentaban cada dia por oleadas imposibles de detener, donde un pueblo era asolado, aparecían tres, y las enfermedades traídas por los europeos que, especialmente la fiebre porcina, la viruela y el sarampión (contra las cuales los aborígenes carecían de defensas inmunológicas), fueron mermando sostenida y alarmantemente la población indígena. En esa forma, de un contingente de 1.500 guerreros iniciales, Pipatón ya no contaba hacia 1605 sino con unos 400 con los que, viéndose solo por las trágicas muertes de Itupeque, Labogache y Maldonado,dio sus últimas acciones bélicas, no obstante el terrible impedimento de los talones cercenados hacia 1601. ¿Cómo logró Pipatón la intrigante proeza de huir de La Palma, adonde había sido enviado prisionero y sin talones, salvar torrentosos rios, avanzar por tupidas selvas y empinadas cumbres, eludir fieras y patrullas de milicianos, llegar a Latora, curar los horribles cráteres de los talones, fortalecer los atrofiados músculos de muslos y pantorrillas, y continuar con mayor ardentía la lucha libertaria? Lo único que se sabe, y bien poco, lo cuenta bellamente fray Pedro Simón sin mayores detalles así:

Hicieron allí de él más confianza de la que debieran creyendo que desgarronado no se huiría. Pero fuele de poco estorbo para ausentarse porque era este cacique, como yo lo vi y aún experimenté, de muy buena presencia y cuerpo membrudo, de grande estatura y rostro feroz, de sutil y delgado ingenio, caviloso y astuto, lo cual empleó bien trazando su libertad, conjeturando (como él decía después), que todas las aguas del distrito de La Palma iban vertientes a parar a las del Rio Grande, y con esta consideración imaginó que, yéndolas siguiendo, había de ir a parar a su tierra. Puso en ejecución como lo pensó, y llegó con harta brevedad a ella con el asombro y espanto general de todos los suyos, que con facilidad se volvieron a poner debajo de su mano y gobierno, donde estuvo sin saber de él los de La Palma y Vélez. Antes entendieron estaba ahogado hasta que después de un año y medio volvió a descubrirse por aquellas provincias, haciendo las mismas y mayores insolencias que las pasadas.

Además de la disminución de la población aborigen en general y de la guerrera en particular, y del aumento incontrolado de los colonos españoles, el autor hace otras conjeturas sobre la decisión final del Gran Cacique de caciques de entregarse por segunda y última vez en 1912 a su archienemigo Benito Franco. Siendo como era según Simón, de sutil y delgado ingenio, caviloso y astuto, y de elaborar sesudas deducciones geográficas que le facilitaron la fuga de La Palma, no debería parecer insostenible que también poseyera capacidades mentales para apreciar con total cordura, por una parte, la situación de inferioridad bélica, y por otra, el hecho de que los escaso guerreros que le quedaban habían dejado esposas e hijos que irían a quedar respectivamente como viudas y huérfanos, y eso sería pedirles demasiado a unos hombres que ya no luchaban para ser libres sino para proteger la vida de su idolatrado conductor.

Aprovechando entonces una Real Cédula en la que se ordenaba al Presidente de la Real Audiencia de Santafé, Don Juan de Borja, apaciguar de buenas maneras a los terribles pijaos y ver de conseguir la sumisión del cacique yarigui, y estando en la fe de que su vida y su integridad serían respetadas, finalmente Pipatón se entregó a las autoridades del distrito de Vélez, que lo enviaron a la capital con destino a un convento de frailes, donde murió sin saberse ni las causas, ni cuánto tiempo después de 1612. Al parecer, y por lo poco que cuenta el cronista al respecto, contaba con unos 11 lustros al morir.

¿Cómo se extinguieron los yariguíes? Se calcula que en el momento de la llegada de los españoles en 1536, conformaban una población de 50.000 personas. Además de las malas condiciones que sufrían en las encomiendas, la baja tasa de natalidad en ellas, como la que les ocurre a los animales salvajes en cautiverio, las muertes acaecidas en sus enfrentamientos guerreros con los españoles y el mestizaje, lo que los diezmó dramaticamente fueron la viruela, la fiebre porcina y el sarampión.Sin embargo, hacia 1860, 20 años después de la expulsión definitiva de los ibéricos y en plena República de Colombia, todavía existían unos 15.000. De ahí en adelante, las cifras muestran que había 10.000 en 1880, 5.000 en 1900, 1.000 en 1910, 500 en 1920 y ninguno en l940. La extinción definitiva de esa casta altiva y altanera se debió a los nuevos colonos mestizos, zambos, mulatos, cuarterones, ochavones, saltatrases y bastardos criollos, que invadieron su territorio en busca de tierras para pastoreo, de quina, de tagua, de madera y de petróleo.


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Acerca de Elmer Pinilla Galvis


Barrancabermeja, sede episcopal, de una refinería y de la Corporación Regional del Magdalena Medio, era, cuando la niñez del escritor, un pequeño municipio poblado por gentes llegadas de todas las regiones de Colombia y de lejanos países, atraídas por la fiebre del petróleo que apareció endémica en 1918. De un caserío indígena con 13 bohíos llamado Latora por los indios yariguíes y descubierto en 1536 por el Capitán Juan de Gallegos, se fue formando a los trompicones mucho después por culpa del petróleo y sin el bautismo de una fundación, un calenturiento núcleo urbano que en 1923 ya disfrutaba de los servicios de los hidroaviones de la SCADTA, de luz eléctrica, de ferrocarril, de flotas de taxis urbanos, de buques fluviales, de cantinas y burdeles con vagamundas españolas, francesas, polacas, rusas, inglesas, africanas y autóctonas, y que poseía un léxico políglota en el que eran comunes palabras castellanizadas como guachimán, catapila, buldócer, yumeca, cachimoni y sanababiche del inglés, madám, paplí, mamuasel, crem y chifonié del francés, jarandini, atinibause, accrut y efendi del árabe, sayonara, mikado y kimono del japonés, fuñén y chopsuei del chino, volvaguen, zepelín y telefunquen del alemán, y guache, guaricha, fucha y guandoca del chibcha.

Rodeada por inhóspitas selvas y torrentosos ríos, tenía todos los encantos del trópico suramericano: precedidos por coléricos rayos y centellas, bíblicos aguaceros que inundaban la plaza de mercado de Pinchote adonde el padre del autor lo llevaba de niño asido de la mano para que no lo mordieran los perros ni lo pisaran los burros; tigres que merodeaban los solares campesinos tras una solitaria res; micos que cabriolaban de bejuco en bejuco; caimanes reposando quietos en los playones con las fauces abiertas; bandadas de loros, guacamayas, patos y garzas que surcaban el cielo en sus vuelos peregrinos; dípteros y hemípteros que hacia el ocaso, aparecían con sus zumbiditos y con sus trompas tras las pieles descubiertas para saciarse con sangre y transmitir la fiebre amarilla, el paludismo, el dengue y la tripanosomiasis.

En el confuso desorden causado por el rechinar de bielas y calderas de los buques atracados en el muelle, los pitos y resoplidos de la refinería, el ensordecedor ronroneo de los hidroaviones, la demencial algarabía de los cacharreros ambulantes que ofrecían a pleno gaznate ¡CIGARRILLOS!, ¡CHICLES!, ¡FÓSFOROS!, ¡ARRANCAMUELAS!, la ensordecedora música arrabalera que botaban los traganíqueles, en ese general desconcierto en fin, no se sabía si quien atravesaba una polvorienta calle era gringo o alemán, chino o japonés, africano o yumeca y árabe o colombiano. Desde su descubrimiento en 1536, Barrancabermeja adoleció de un peregrinar por nombres puramente indígenas y de cepa ibérica que trastornaron las comunicaciones, hasta adquirir el que quedaría para siempre. Y concordando con tan inestable identificación, era notoria la trashumancia de los pobladores que hizo de Barranca un pueblo con historia pero también un pueblo sin tradición: no hay en ella muchos que afirmen que sus abuelos, sus padres y ellos son barramejos natos. La desgraciada afirmación Barranca es un burdel con alcalde, que algún muérgano expresó con tan funestos resultados, dicha porque en esa época había más cantinas y burdeles que almacenes y tiendas, y porque en aquellas y en aquellos había más putas que en el pueblo damas, hoy sólo provoca sonrisas burlonas porque esas putas, cuando salían al pueblo a comprar ropas y joyas, a visitar amistades, ir a cine o al dispensario, lo hacían como auténticas damas con tal decoro en los ademanes, en la indumentaria y en el lenguaje, que resulta irónico contrastarlas con las damas actuales que, sin verecundias de ninguna clase, dan espectáculos públicos con sus libérrimos comportamientos en el hablar, en el vestir, en los ademanes y en su erotismo hétero u homosexual, plenos aquellos de vulgaridad y estos de lujuria. Siendo un puerto santandereano, cuando había reinados de la simpatía, en los que cada región presentaba su candidata, la de Barranca lo hacía a nombre de... "!la colonia santandereana!"

El padre del autor, Fernando Pinilla Prada, murió en 1941 a la edad de 35 años y dejó una viuda, Marina Galvis Téllez, con 6 hijos. Este hecho produjo un abrupto cambio en el sumiso comportamiento del huérfano que le significó la liberación de la autoridad paterna que, sin ser rigurosa, le había reducido sus infantiles deseos de montar por las calles la bicicleta que le había regalado Mery Prada, la aún adolescente hija del fotógrafo Pitirre Prada: "¡No me sale a la calle porque me lo pisa un carro!" O de jugar al fútbol con los muchachitos de la cuadra con el balón que tenía abandonado en algún armario, niños esos que debían divertirse con vejigas de res infladas con agua, con pelotas de trapo o periódicos, con toronjas o con naranjas: "¡Usté no se me junta con esa chusma!". En adelante, la autoridad materna no pudo impedir que el huérfano se volara del colegio del maestro Angarita para irse a aprender empeloto el nadaíto?e perro con otros compañeritos al Caño Cardales, al rio Magdalena, al Pozo 7, a las ciénagas San Silvestre, Brava o El Llanito, o que se liara a las trompadas con "los papitas",unos granujas que habían montado un peaje de 5 centavos en Puent?e lata a quien quisiera pasar a Pueblo Nuevo; o con Caneca y Güelemiao, que custodiaban otro en el puente que de Los campamentos, conducía a la cancha Shannon, terraplenada con catapilas, sin gramilla y llena de pedruscos, dizque apta para jugar al fútbol. Los muchachos preferían entonces jugar en las calles a pié limpio y con total ausencia de reglamentos, y los partidos terminaban sólo cuando aparecía el policía Bolenieve, o cuando la pelota hacía trizas los vidrios de un ventanal; o en los potreros, en los que a falta de porterías, una camisa o unos zapatos hacían las veces de "verticales".Los amigos de entonces eran Boquetúnel, el piojipe Araujo, el negro Chámpion, el pichi Germán Silva, el loco Manivela y Rellena Reyes, aquellos por quienes el fuete materno azotó las espaldas del autor una y otra vez en desaprobación de su amistad y compañía. Ese fue el infantil entorno que se quedó indeleble en la memoria de Elmer Pinilla por haberlo disfrutado a plenitud y que originó infinidad de escritos suyos en los que Barrancabermeja desempeña principalísimo papel.

El colegio de Angarita, que tenía cursos hasta tercero de bachillerato, carecía de aprobación oficial, razón por la cual, cuando fue en 1946 a Bucaramanga a estudiar el cuarto año en el Colegio de Santander, no le reconocieron nada y hubo de regresar a primero. Dicho colegio lo graduó en 1951. Al año siguiente inició en la Universidad Nacional de Bogotá estudios de Medicina en los que, por diversos motivos, se retrasó dos años y de la que se graduó en 1959.

Los estudios de bachillerato y de universidad se vieron afectados por una precaria situación económica familiar: la madre, viuda, con 30 años de edad y con 6 huérfanos, tuvo que vender las pocas joyas que tenía y la casa paterna, y se volvió a casar con un intrépido y voluntarioso trabajador de la TROCO para ver de sostener con decoro las necesidades de indumentaria, alimentación y estudio de los 6 alnados y de las 4 hijas que fueron apareciendo con el nuevo matrimonio. En ambas etapas, el estudiante cumplió sus deberes sin descollar. Sólo se exceptúa el examen final oral de TISIOLOGÍA en 1958, cuando el profesor Gilberto Rueda, a nombre del Jurado Calificador, anunció que el examen del estudiante Elmer Pinilla Galvis había merecido un 5 aclamado, lo cual motivó comentarios maliciosos de los condiscípulos que aseguraron que los jurados habían confundido el nombre del agraciado con el de Jaime Pinilla Rodríguez, que era quien siempre obtenía esa clase de calificaciones.

En 1960 el autor desempeñó la medicatura rural en Antioquia y en Jericó conoció a la joven Luz Elena Hurtado, que sería su esposa 4 años después.En 1962 regresó a Barranca donde laboró como residente-cirujano en el hospital San Rafael hasta 1966 y fue Concejal por poco tiempo debido a que, habiendo hecho anular muchas becas que hacía 25 años se estaban pagando, y auxilios municipales a entidades ficticias que carecían de dirección apropiada, teléfono, personería jurídica y representante legal, principió a recibir anónimos que lo trataban de enemigo de la educación, oscurantista, retrógrado, fascista y cavernario, y le amenazaban la salud. En 1964 se casó con la novia jericoana y en 1966 se transladó a Medellín, en cuyo Hospital San Vicente de Paul de la Universidad de Antioquia, se graduó de Ginecobstetra en 1969. En este último año fue nombrado profesor de medio tiempo de esa cátedra, lo que unido al hecho de conseguir dos horas de consulta externa en el ICSS y de iniciar trabajos en su consultorio particular, echó a perder los iniciales deseos de regresar a Barranca a ofrecerles a los barramejos su especialidad. Por supuesto, ser docente de una universidad y residir en una ciudad en la que había toda clase de reuniones académicas que aseguraban estar al día en teoría y en práctica, eran cosas que no ofrecía entonces su pueblo natal. En 1967 fue nombrado profesor de tiempo completo, renunció al ICSS y luego de ascender a Profesor Titular años después, se jubiló en 1989.

La década de los 80 fue de intensísima actividad política. Se tildaba a la universidad de Antioquia de ser elitista, cuando más del 90% de los estudiantes eran de extracción popular. Hubo huelgas, paros, marchas callejeras encabezadas por profesores, asonadas con bombas en la Ciudad Universitaria y aumento considerable en los cupos de pre y postgrado, con el natural desmedro de la calidad educativa, pues no lo hubo correspondiente en el número de camas, de consultas externas, de cirugías ni de docentes. Muchos estudiantes emplearon hasta 10 años para graduarse y hubo residentes que, luego de graduarse y de ejercer la especialidad en el ICSS y particularmente, tenían que llamar a cirujanos amigos para que les operaran sus casos. Los médicos rurales debieron recibir cursos de refrescamiento porque remitían a Medellín patologías de sencillo diagnóstico y fácil solución. Durante esos años y como resultado de permanentes debates ideológicos, el autor fue identificado arbitrariamente como ultraderechista y recibió los mismos y peores adjetivos que los motejados en Barrancabermeja, ahora acompañados de agresiones sicológicas de amedrentamiento.

El autor fue Presidente de la Asociación Antioqueña de Obsteticia-ginecología en 1984 y reelegido en 1985 por haber creado y dirigido durante 11 años el programa CHARLAS CON LA COMUNIDAD que es bandera de dicha institución, de la que es miembro Honorario. Es socio fundador de la Fundación Pedro Nel Cardona (1969), que promueve investigaciones en la especialidad. Es Capitán de la Reserva Profesional del Ejército (1989), Ciudadano Emérito de Barrancabermeja (1990) y miembro de la Academia de Historia de Santander (1997). Ha sido expositor de distintos temas en diversos foros, ha incursionado en la literatura con 6 obras inéditas como novelas, cuentos, temas científicos, poemas y ensayos, y en la música folclórica colombiana: su danza Luz Elena obtuvo el segundo premio en el concurso Expofinca-Caracol de Medellín (1990), y el porro Caño Cardales fue divulgado por SONOLUX en un LP de Gabriel Romero (1989)

En 1964 creó el gentilicio barramejo para identificar con exactitud a los nacidos en Barrancabermeja. Barranqueño no es específico y designa genericamente a los nacidos en todas las Barrancas que hay en Colombia.


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