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I

UN SEÑOR APUESTA QUE COMETERÁ UN CRIMEN Y NO LO DESCUBRIRÁN

-¡Jack Barnes no llega nunca tarde!

-Sin embargo, llega usted en el último instante -replicó el empleado del sleeping-car, que había tendido la mano para ayudar a Mr. Barnes en su esfuerzo desesperado por subir al expreso de media noche, cuando éste salía ya de la estación de Boston. -No le aconsejo a usted que suba con frecuencia al tren cuando ya está en marcha.

-Gracias por el buen consejo y por la ayuda. Tome usted su propina. Lléveme a mi cama, porque estoy muerto de cansancio.

-Departamento número 10: por aquí, derecho, señor. Todo está preparado.

Al entrar Mr. Barnes en el coche no vio a nadie. Si había otros viajeros, debían estar acostados. Y él mismo, a los pocos minutos, golpeaba con la mano dos saquitos de plumas, y los colocaba el uno sobre el otro, tratando en vano de transformarlos en almohadas. Había dicho al empleado que estaba muerto de cansancio, lo que era cierto y razón suficiente para que se hubiera dormido inmediatamente; pero su espíritu parecía, por el contrario, estar en singular actividad, y el sueño es en esas circunstancias imposible.

Mr. Barnes -Jack Barnes, como se llamaba él mismo, -era detective y figuraba entre, los más hábiles de Nueva York, donde dirigía una agencia secreta fundada por él. En ese momento, acababa de terminar algo que en su concepto era una obra maestra y le causaba gran satisfacción. Se había cometido en Nueva York un robo importante, y habiendo recaído las sospechas mejor fundadas sobre un joven, éste había sido arrestado inmediatamente. La prensa entera del país había juzgado y condenado al acusado durante días, mientras que Mr. Barnes salía sigilosamente de la metrópoli, doce horas antes de que le encontráramos en el tren de Boston, y las personas que, según la costumbre tan corriente, leían los diarios al mismo tiempo que comían el roast-beef, veían con asombro que el acusado era inocente y que el hábil Jack Barnes había capturado al verdadero criminal, y recuperado del mismo golpe la suma robada, que ascendía a treinta mil dólares.

El detective había perseguido al criminal de ciudad en ciudad, vigilándolo día y noche, guiado en su pesquisa por un indicio ligero, pero en el que tenía fe. Y después de haberlo hecho encerrar en la prisión de Boston, iba a Nueva York en busca de los papeles necesarios. Como había dicho, estaba cansado; pero, no obstante su necesidad de reposo, persistía en resumir mentalmente todos los detalles del proceso de raciocinio que le había conducido al esclarecimiento del misterio. Y estaba despierto, tendido en la cama alta, cuando llegaron a sus oídos estas palabras:

-Si yo supiera, que ese Barnes me seguía la pista, me entregaría inmediatamente.

Aquello prometía ser el principio de una conversación divertida, y como Mr. Barnes no podía dormir, se preparó a escuchar. Su gran experiencia de detective le había hecho olvidar desde hacía largo tiempo los argumentos en pro y en contra de los que se ponen a oír lo que hablan los demás.

La voz que le había llamado la atención no sonaba muy alto, pero él tenía, un oído bastante fino. En el acto comprendió que aquella voz salía de la cama vecina, departamento número 8.

Otra voz replicó:

-No dudo que usted se entregaría, pero yo no.

Usted exagera la actividad del detective moderno. Para mí sería un verdadero placer verme perseguido por uno de ellos. ¡Podría con tanta facilidad burlarme de él, y eso me divertiría tanto!

El segundo interlocutor tenía una voz armoniosa y pronunciaba con mucha claridad aunque sin alzar la voz. Mr. Barnes levantó la cabeza con circunspección y arregló sus cojines de manera de tener el oído pegado al tabique. Enseguida se dio cuenta de que así podía seguir bien la conversación, que continuó de esta manera:

-Pero fíjese usted en la manera como ese Barnes ha perseguido a Pettingill día y noche hasta prenderlo. En el momento en que el individuo se creía seguro, cayó en la red. ¡Tiene usted que convenir en que el golpe fue magnífico!

-iOh, sí! Bastante bueno en su clase; pero en ese asunto nada había de particularmente «artístico». No quiero decir con esto que el detective merezca reproches: la culpa es del criminal.

Sin embargo, Mr. Barnes se había aplicado ese mismo adjetivo de «artístico» al cementar su conducta en aquella ocasión. El hombre continuó:

-El crimen era en sí mismo antiartístico. Pettingill se ha portado torpemente, y Barnes ha tenido la suficiente inteligencia para ver, por decirlo así, el defecto de la coraza, de modo que con su experiencia y destreza para estos casos el resultado que ha obtenido era inevitable.

-Me parece que, o usted no ha leído el relato del asunto o no aprecia debidamente la obra del detective. ¡Cómo! ¡La única prueba que tenía era un botón!

-¡Ah! Sólo un botón; pero ¿qué botón? En eso se ve que el criminal no era artista, pues no debió perder el botón.

-Supongo que sería un accidente imprevisto por él. Una de las exigencias del crimen, tal vez.

-Justamente; y esos pequeños accidentes, siempre imprevistos, puesto que siempre ocurren, son los que hacen caer en prisión a un número tan grande de criminales y proporcionan a nuestros detectives un renombre tan fácil. He ahí la síntesis de la cuestión. La partida no es igual entre el criminal y el detective.

-No comprendo adonde quiere usted ir a parar.

-Voy a darle a usted una conferencia sobre el crimen. ¡Escuche usted atentamente! En los asuntos ordinarios combaten dos inteligencias: el profesional lucha con sus iguales, y si quiere vencer en la carrera hacia la fortuna, debe demostrar mayor inteligencia que los demás. El comerciante está en competencia con otros comerciantes tan inteligentes como él, y así les pasa a todos, desde el juez hasta el cerrajero, desde el sacerdote hasta el pintor de puertas. El pensamiento se refina con el roce de las inteligencias, y de esa manera progresa honradamente la ciencia de la vida.

-¿ Qué tiene eso que ver con la clase de los criminales?

-Un momento. Permita usted siempre al filósofo instruirlo a su manera... El caso del criminal es diferente: éste lucha contra sus superiores. Los de su clase no combaten contra él, son más bien sus socios, sus compadres, tratamiento que se dan con frecuencia; pero contra el detective que representa la sociedad y la ley, no tiene más arma que su propio esfuerzo. Ningún hombre, en mi opinión, es criminal por placer, y eso es lo que hay de inevitable dentro del crimen, que facilita el descubrimiento de éste.

-¿De manera que todos los criminales deberán ser descubiertos?

 
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de R. Ottlenghi

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