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Una mirada al mapa enseña a conocer en general la posición topográfica de Tiahuanaco, su distancia a la costa, su altura sobre el nivel del mar, las cordilleras y macizos que dividen y coronan el altiplano, así como la relación que guarda el suelo de esta curiosa zona arqueológica con la cercana orilla del lago Titicaca. Sin embargo, se necesita también una descripción literaria viva a fin de presentar esta topografía a quienes no han podido conocer a través de sus propias experiencias y observaciones este territorio y sus características climáticas. El cuadro bosquejado por el señor Inwards en su descripción de las ruinas, llena este cometido admirablemente. El pasaje correspondiente reza en traducción textual: -El viajero de nuestros días que desembarca en la costa norte, se encuentra al principio en un dilatado desierto de arena que se extiende más de mil millas inglesas hacia el sud, con el Océano Pacífico de un lado y los Andes del otro. A tramos de unas cien millas corren por la arena pequeños ríos durante unos pocos meses del año, y en las orillas de estos cursos se observan zonas de poca extensión de tierras muy fértiles, pues sólo se necesita agua para transformar el desierto en un jardín. Las lluvias se esperan en vano en esta costa tan hostil para la vida animal y vegetal, con excepción de las franjas que bordean los precarios ríos. Se puede comprender la decepción y la consternación de las huestes de Pizarro al desembarcar en ese desierto, antes de penetrar en el interior más feraz. El viajero atraviesa pues esta planicie de extenuantes arenales después de recorrer unas diez a cien millas inglesas, según sea el punto de partida, para llegar al pie de la cordillera, y siempre que no le haya tocado experimentar un torbellino de aire caliente o un terremoto. Allí encuentra de golpe un paisaje diferente. A cada vuelta del camino que se interna serpenteando en la precordillera, se le ofrece a su alrededor la manifestación de una creciente fecundidad: en primer lugar el trébol y el maíz, luego la caña de azúcar y las palmeras, hasta que por fin llega a una región bien irrigada si bien de escasas precipitaciones, donde se dan los productos más exuberantes y hermosos de la tierra, Sigue ascendiendo por los pasos de la montaña. Tal vez deba usar un delgado cabo que hace las veces de puente sobre una corriente turbulenta cuyo cauce está a centenares de metros más abajo, como el Apurimac, -el gran depósito-, y así va ganando altura hasta los portales peñascosos de las cadenas exteriores de los Andes, donde le aguarda un nuevo panorama. En primer lugar, aparecen las planicies de sal y los ríos sulfurosos, luego vastas extensiones de pasto ralo, en las cuales habría suficiente espacio para todos los rebaños del mundo y donde los ejércitos del Inca marchaban por carreteras militares de gran perfección a dominar los valles de los alrededores. Continúa el ascenso hasta una planicie situada a 4.000 metros sobre el nivel del mar y la costa, pasando por Cuzco, la antigua capital del Perú, que tiene dos millas inglesas de diámetro y está ubicada como un trono en un lugar desde el cual se domina toda la región. Por último, en su ininterrumpida ascensión se le ofrecerá un cuadro que por cierto debe haber dado su cuño a la religión original de los moradores de estas tierras. Infinita, hasta donde alcanza la vista, se extiende a la derecha e izquierda, como un segundo océano, un lago azul y desde la otra orilla se reflejan en sus aguas las elevadas crestas de la cadena interior de los Andes, restándole importancia a todos los picos de menor altura y que tantos esfuerzos costaron al viajero escalar.

 
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