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La sexualidad tiene su propia historia biológica que resulta ser, desde luego, muy anterior a la versión adoptada con tanta angustia y entusiasmo por los mamíferos humanos. El gran éxito de esta modalidad de perpetuación parece descansar sobre la gran variabilidad en el acervo génico que son capaces de producir los seres vivos sexuados. Pero al lado de la consagración de la primavera del erotismo, apareció pronto el principio de una nueva inquietud. Los amantes ya no forman un círculo perfecto, sino que se abisman en las espirales del deseo, como las mariposas exhalantes a la luz desconocida. La esfera original, asexuada, que nos narró Platón, quiebra su forma perfecta para escindirse en las mitades que somos. Georges Bataille habló, por ejemplo, de la «nostalgia de la continuidad perdida» que constituye el fundamento de todo erotismo. Comienzo de la muerte en la vida («petit mort»), melancolía de la vida original, símbolo de oposición freudiano (eros-thanatos).

A pesar de este sentimiento de pérdida, el mamífero humano ha comprometido su voluntad y su sentido vital con el destino de la libido. El etólogo Desmond Morris interpretaba, siguiendo la tradición de Schopenhauer, o de los modernos sociobiólogos, que la Divina Comedia no era mucho más que un oculto monumento al amor sexual escrito por Dante. Desde los mitos grecorromanos, o desde El cantar de los cantares, lo humano, lo inhumano y lo divino se nos han aparecido doblados en dos lados. Ser un animal sexual es estar radicalmente escindido, como los gigantes de las hijas de los hombres, o las bestias de las bellas. Los románticos descubrieron en este punto el origen de la herida trágica y también los místicos cristianos sintieron un santo temor por el amor (de Dios). El tiempo de la separación de los opuestos, seguido por armonías efímeras, se parece a lo que los metafísicos griegos llamaron «caos», «cosmos» o «physis» (según Felipe Marzoa), y que a menudo ha quedado envuelta en el lenguaje opaco de los símbolos, los mitos y los misterios. Aún faltaba mucho tiempo para que llegara Schopenhauer, o Helen Fisher.

La sociedad y la cultura humanas, que para Levi-Strauss se funda en la ley de la exogamia de grupos y en el tabú sexual del incesto, nunca pudo dejar de ser, sobre todo mientras existía la conciencia del enigma, una sociedad sexual, aunque fuera por vías más vecinas a la sublimación y la negación (al estilo del totalitarismo, según los freudomarxianos, o al estilo de la cristiandad tradicional).

El siglo XX fue, en cambio, eminentemente asertivo en lo que refiere al sexo. Con su emergencia de la cultura pop, la celebración de la hedoné posmoderna y la felicidad orgiástica, la ideología «sexualista» alcanzó su punto más álgido en los felices sesenta. Pero hoy muestra ya algunos síntomas de cansancio. No sólo por las críticas contra la heterosexualidad obligatoria, como las que dirigen los activistas «queer», sino ante todo, por aquellos que ya hablan abiertamente de «asexualidad». ¿Se estará realmente derrumbando el hermoso castillo de la sexualidad?

 
 
 
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