Hace muchos años hubo un Emperador
con una afición tan excesiva a los trajes nuevos que se gastaba todo su dinero en esa manía. Nada le importaban sus soldados, ni el teatro, ni los paseos por el bosque, salvo que sirvieran de pretexto, para lucir su vestimenta recién estrenada. Tenía un traje para cada hora del día. Y en vez de decirse de él, como se dice de cualquier otro rey o emperador: "Está en la sala del Consejo", la expresión popular era siempre: "El Emperador está en el vestuario".
En la gran capital donde él
residía, la vida era en verdad muy alegre. Diariamente llegaban a visitarle legiones de turistas, y entre ellos cayeron en una ocasión dos timadores. Se hacían pasar por fabricantes de tejidos y pretendían que sus productos eran los más maravillosos que podían imaginarse en el mundo, y no sólo porque los tintes y dibujos fuesen de una finura incomparable, sino porque las ropas confeccionadas con aquel tipo de tela tenían una peculiarísima cualidad: la de permanecer invisibles a toda persona que no estuviera capacitada para su cargo, o que fuese imposiblemente estúpida.
"Esas ropas deben ser
espléndidas -pensó el Emperador-. Usándolas podré descubrir cuáles de entre los funcionarios de mi reino son incapaces para sus puestos. Y también podré distinguir los hombres inteligentes de los tontos. Sí, conviene ordenar que me preparen un poco de tela".
El Emperador hizo entrega a los dos pillos de una buena suma como adelanto, para que pudieran empezar cuanto antes su trabajo.
Los presuntos tejedores instalaron dos telares y fingieron tejer, pero sin tener absolutamente nada en las lanzaderas. Para empezar adquirieron una partida de seda finísima y cierta cantidad del más puro hilo de oro, todo lo cual guardaron en sus maletas. Todos los días seguían tejiendo en los vacíos telares hasta ya muy entrada la noche.