CAPÍTULO I
EL ESCENARIO
La cajiga aquella era un soberbio ejemplar de su especie:
grueso, duro y sano como una peña el tronco, de retorcida veta, como la
filástica de un cable; las ramas horizontales, rígidas y potentes, con
abundantes y entretejidos ramos; bien picadas y casi negras las espesas hojas;
luego otras ramas, y más arriba otras, y cuánto más altas más cortas, hasta
concluir en débil horquilla, que era la clave de aquella rumorosa y oscilante
bóveda.
Ordinariamente, la cajiga (roble) es el personaje bravío de la
selva montañesa, indómito y desaliñado. Nace donde menos se le espera; entre
zarzales, en la grieta de un peñasco, a la orilla del río, en la sierra calva,
en la loma del cerro, en el fondo de la cañada..., en cualquiera parte.
Crece con mucha lentitud; y como si la inacción le aburriera,
estira y retuerce los brazos, bosteza y se esparranca, y llega a viejo dislocado
y con jorobas, y entonces se echa el ropaje a un lado y deja el otro medio
desnudo. Jamás se acicala ni se peina, y sólo se muda el vestido viejo cuando la
primavera se le arranca en harapos para adornarle con el nuevo; le nacen zarzas
en los pies, supuraciones corrosivas en el tronco, y musgo y yesca en los
brazos, y se deja invadir por la yedra, que le oprime y le chupa la savia. Esta
incuria le cuesta la enfermedad de algún miembro, que, al fin, se le cae seco a
pedazos, o se le amputa con el hacha el leñador; y en las cicatrices, donde la
madera se convierte en húmedo polvo, queda un seno profundo, y allí crecen el
muérdago y el helecho, si no le eligen las abejas por morrada para elaborar
ricos panales de miel que nadie saborea. Es, en suma, la cajiga, un verdadero
salvaje entre el haya ostentosa el argentino abedul, atildado y geométrico, y el
rozagante aliso, con su cohorte de rizados acebos, finas y olorosas retamas y
espléndidos algortos.