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En otros tiempos, existían genios. Hoy también existen, si hemos de creer a los que de genios alardean; pero no hay que fiarse.

El genio de que vamos a hablar, no pertenecía a la primera categoría, es decir a los más preeminentes. Era un geniecillo que sólo podía figurar en las asambleas de los genios por derecho de nacimiento y por condescendencia de los genios titulados.

Cuando se presentó en ellas por vez primera, todavía me río al recordarlo -ostentaba como, divisa en su pequeño estandarte: Haz lo que debas, suceda lo que suceda. Por eso le llamaban el Genio Candoroso.

Desde entonces se viene aplicando este último mote a todos los espíritus sencillos y candorosos que practican el bien por sentimiento o por hábito y que no han dado aún con el secreto de hacer una ciencia de la virtud.

En cuanto al apodo de genio se lo aplica todo el que quiere, pero esto no viene a cuento.

A más de doscientas leguas de aquí, y mucho antes de la Revolución, vivía en un antiguo castillo señorial una viuda de calidad, cuyo nombre no han logrado encontrar los señores genealogistas.

La buena señora había perdido a su nuera muy joven y a su hijo en la guerra, y sólo le quedaban, para consuelo de su vejez, dos nietecitos, un niño y una niña, que parecían creados para recreo de la vista, pues ni los pintores, que aspiran siempre a enmendar la plana al Creador, no pudieron jamás imaginar nada más bello.

El niño, que tenía doce años, se llamaba Zafiro, y la niña, que contaba diez, se llamaba Amatista.

No me atrevería yo a asegurar que les fueron puestos estos nombres por el color de sus ojos; pero me permito haceros presente dos cosas: la primera, que el zafiro es una piedra preciosa de azul transparente, y la amatista otra piedra preciosa que tira a color violeta; y la segunda, que las grandes familias no suelen poner nombres a sus hijos hasta cinco o seis meses después de su nacimiento.

Costaría mucho tiempo y trabajo encontrar una mujer tan buena como la abuela de Amatista y Zafiro; lo era demasiado, y éste es un defecto en el que incurren gustosas las mujeres cuando se toman la molestia de ser buenas; pero esta cualidad no vale la pena de que se preocupen por ella. La llamaremos, pues, Demasiadobuena, para evitar confusiones, si pudiera haberlas.

Demasiadobuena amaba tanto a sus nietos, que los crió y educó como si no los amara. Les dejaba hacer cuanto les viniera en gana, no se oponía nunca a sus caprichos, no les hablaba jamás de estudios y jugaba con ellos para alentarlos a continuar jugando cuando los juegos los aburría. El resultado fue que no sabían apenas nada, y que de no haber sido curiosos, como lo son todos los niños, hubiesen vivido en la ignorancia más completa.

Pero Demasiadobuena era antigua amiga de Simplote, al que había tratado en su juventud, y a quien seguía recibiendo en su castillo. A menudo; acusábase ante él, en sus secretas entrevistas, de no haber tenido suficiente fuerza de voluntad para ocuparse como debiera en la educación de aquellos dos encantos de nietecitos, a los que podía faltar el día menos pensado. El genio habíale prometido suplir esa falta, siempre que sus asuntos se lo permitieran, y había comenzado por contrarrestar los perniciosos efectos de la educación dada por los pedantes y charlatanes, que principiaban a estar de moda. ¡Y a fe que estaba haciendo mucha falta una noche de verano, Demasiadobuena se acostó, como de costumbre, muy temprano, y se durmió enseguida: ¡es tan apacible y dulce el sueño de los buenos! Amatista y Zafiro entreteníanse en el salón con un cúmulo de esas naderías con que se distrae la ociosidad en los castillos, y habrían estado bostezando, Dios sabe hasta qué hora, si la Naturaleza no les hubiese hecho saltar con uno de sus fenómenos más espantosos y por consiguiente más comunes. La tempestad se desencadenaba fuera. Los relámpagos se sucedían sin interrupción inflamando el espacio donde se cruzaban en zig-zags de fuego que se reflejaban en los cristales de las ventanas. Los árboles de la avenida crujían y se tronchaban azotados por el huracán; el rayo retumbaba en las nubes como carro de bronce corriendo sobre planchas metálicas; la campana de la capilla vibraba de terror, mezclando su llanto prolongado y sonoro, al estruendo de los elementos. Era un espectáculo sublime y terrible.

Los criados entraron despavoridos, anunciando que habían recogido en la puerta un viejecillo calado hasta los huesos por la lluvia torrencial, transido de frío y, probablemente, desfallecido de hambre, pues la tempestad debió sorprenderle en su camino.

Amatista, que presa de terror habíase abrazado a su hermano, fue la primera en correr al encuentro del forasteno. Zafiro, que era más fuerte y ágil que ella, habríale, pasado enseguida delante, pero adrede se quedó atrás para no privar de aquel gusto a su hermana, porque los dos niños eran tan buenos como bonitos.

Imaginaos el deleite del viejecillo al sentir que entraba en calor su aterido cuerpo junto al alegre y crepitante fuego de la chimenea, la avidez con que apuró el vino dulce y generoso que Amatista le ofreció, después de haberlo calentado en un braserillo, el buen apetito con que saboreó la cena que le sirvieran; y, sobre todo, figuraos si quedaría encantado de la amabilidad de sus huéspedes.

No os digo quién era aquel viejecillo, porque quiero reservaros el placer de la sorpresa.

Cuando el viejecillo hubo repuesto sus fuerzas y satisfecho el hambre, se puso alegre y decidor, y los niños no se cansaban de escucharle.

Los niños de aquel tiempo no desdeñaban la conversación de los ancianos, pues creían y con razón, que así podrían aprender algo.

Hoy día, no se respeta tanto la vejez, y esto no me sorprende. ¡Le queda tan poco que aprender a la juventud!

-Me habéis tratado tan bien -dijo-, que me alegraría infinitamente saber que sois dichosos. Supongo que en este magnífico castillo, donde no se echa nada de menos, llevaréis una vida muy feliz.

Zafiro, bajó los ojos.

-Muy feliz, sin duda -repuso Amatista- ¡Nuestra abuela es tan buena y nosotros la queremos tanto! Nada nos falta, es verdad... pero nos aburrimos muchísimo.

-¡Que os aburris! -exclamó el viejecillo con manifiesto estupor-. Quién había de decir que a vuestra edad, y con la fortuna y talento que poseéis os aburríais? El aburrimiento es la enfermedad de las personas inútiles, de los perezosos y de los menos. El que se aburre es una carga de la sociedad, un ser que sólo merece el desprecio. Pero quienes, como vósotros, han sido dotados por la Providencia de tan excelentes, cualidades, pueden distraerse con el trabajo y no sentir nunca el fastidio. Decidme, ¿no trabajáis nunca?

-¡Trabajar!, -exclamó Zafiro casi ofendido-. Somos muy ricos, como ha podido observar por la magnificencia del castillo.

Sí -replicó el viejecillo sonriendo tristemente-, pero pensad que el rayo puede reducirlo a cenizas y escombros.

-Mi abuela posee suficiente oro para levantar otro tan espléndido como este.

Los ladrones podrían robárselo.

-Si venis del puesto que nos habéis dicho -dijo Zafiro-, habréis atravesado una llanura de diez leguas de extensión sembrada de huertos, árboles y mieses. En la cima de la montaña que domina se levanta un palacio inmenso que fue de mis antepasados, donde se han amontonado las enormes riquezas de diez generaciones.

 
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de Carlos Nodier

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