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Trayendo yo muchas veces a la memoria los tiempos antiguos, siempre me han parecido muy felices, oh hermano Quinto, aquellos hombres que habiendo florecido en la mejor edad de la república, insignes por sus honores y por la gloria de sus hechos, lograron pasar la vida sin peligro en los negocios o con dignidad en el retiro. Ha llegado el tiempo en que a todos parecería justo (y sin dificultad me lo concederían) que yo comenzase a descansar y aplicar el ánimo a nuestros estudios predilectos, cesando ya en mi vejez el inmenso trabajo de los negocios forenses y la asidua pretensión de los honores. Pero esta esperanza y propósito mío se han visto fallidos por las calamidades públicas y por mi varia fortuna. Donde pensé hallar tranquilidad y sosiego, me asaltó un torbellino de cuidados y molestias. Ni por más que vivamente lo deseaba, pude dedicar el fruto de mis ocios a cultivar y refrescar entre nosotros aquellas artes a que desde la infancia me he dedicado.

Ya en mi primera edad asistí a aquella revolución y trastorno del antiguo régimen; llegué al Consulado en medio de confusiones y peligros, y desde el consulado hasta ahora he tenido que luchar con las mismas olas que yo aparté de la república y que luego se alborotaron contra mí. Pero ni la aspereza de mi fortuna ni lo difícil de los tiempos serán parte a que yo abandone los estudios y no dedique a escribir todo el tiempo que me dejen libre el odio de mis enemigos, las causas de mis amigos o el interés de la república.

A tí, hermano mío, nunca dejaré de complacerte ni de atender a tus ruegos y exhortaciones, porque nadie tiene tanta autoridad conmigo, ni a nadie profeso tan buena voluntad.

Es mi propósito traer a la memoria una antigua conversación, de la cual conservo vaga reminiscencia, suficiente sin embargo para el fin que deseas y para que conozcas lo que han opinado sobre el arte de bien decir los varones más elocuentes y esclarecidos. Muchas veces me has dicho que, pues aquellos primeros trabajos que rudos y desaliñados se escaparon de mis manos en la niñez y en la juventud no son ya dignos de estos tiempos y de la experiencia que he conseguido en tantas y tan difíciles causas, debía yo publicar algo más acabado y perfecto sobre esta materia; y muchas veces en nuestras conversaciones sueles disentir de mí, por creer yo que la elocuencia exige el concurso de todas las demás artes que los hombres cultos poseen; y tú, por el contrario, separas la elocuencia de la doctrina y la haces consistir en un cierto ingenio y ejercicio.

Viendo yo tantos hombres dotados de sumo ingenio, me pareció digno de averiguarse por qué se habían distinguido tan poco en la elocuencia, cuando en todas las demás artes, no sólo en las medianas, sino en las más difíciles, verás tantos hombres insignes donde quiera que pares la vista y la atención. ¿Quién, si estima la gloria de las ilustres acciones por su utilidad o importancia, no antepondrá la de un general a la de un orador? ¿Y quién dudará que aun de sola nuestra ciudad han salido innumerables guerreros excelentes, al paso que podemos presentar muy pocos varones que hayan sobresalido en el decir?

Pues hombres que rigiesen y gobernasen con buen consejo y sabiduría la república, muchos hubo en nuestra edad, muchos más en la de nuestros padres y en la de nuestros mayores, mientras que en todo este tiempo apenas floreció un buen orador, y en cada época rara vez se presentó uno tolerable. Y si alguno cree que este arte de decir no ha de compararse con la gloria militar o con la prudencia de buen senador, sino con los otros estudios literarios y especulativos, fije la atención en estas mismas artes y vea cuántos han florecido en ellas siempre, comparados con el escaso número do oradores.

Bien sabes que los hombres más doctos tienen por madre y procreadora de todas las ciencias a la que llaman los griegos filosofía, en la cual es difícil enumerar cuántos escritores se han ejercitado y con cuánta ciencia y variedad de estudios, no separadamente y en una cosa sola, sino investigando, discutiendo y buscando la razón de cuanto existe. ¿Quién no sabe que los llamados matemáticos tratan de cosas oscurísimas, recónditas, múltiples y sutiles? Y sin embargo, ha habido entre ellos hombres consumados, hasta el extremo de que bien puede decirse que nadie se dedica a esta ciencia con ardor sin conseguir lo que desea. ¿Quién se aplicó de veras a la música o a aquel estudio de las letras que profesan los gramáticos, y no abarcó fácilmente con el pensamiento toda la extensión y materia de estas enseñanzas? Y aun me parece que con verdad puedo decir que, entre todos los cultivadores de las artes liberales, los menos numerosos fueron siempre los grandes poetas. Y aun en esta clase, donde rara vez sale uno excelente, si comparas los nuestros y los de Grecia, encontrarás que son muchos menos los oradores que los buenos poetas. Y esto es tanto más de admirar, cuanto que en los demás estudios hay que acudir a fuentes apartadas y recónditas; pero el arte de bien decir está a la vista, versa sobre asuntos comunes, sobre las leyes y costumbres humanas. Y así como en las demás artes es lo más excelente lo que se aleja más de la comprensión, de los ignorantes, en la oratoria, por el contrario, el mayor vicio está en alejarse del sentido común y del modo usual de hablar.

Ni puede con verdad decirse que se dediquen más a las otras artes porque sea mayor el deleite, o más rica la esperanza, o más abundantes los premios. Pues omitiendo a Grecia, que quiso tener siempre el cetro de la oratoria, y a aquella Atenas inventora de todas las ciencias, en la cual nació y se perfeccionó el arte de bien decir, ni aun en nuestra ciudad fue tan estimado ninguno otro género de estudio en tiempo alguno. Porque así que hubimos logrado el imperio del mundo, y una larga paz nos dio reposo, no hubo adolescente codicioso de gloria que con todo empeño no se dedicase a la elocuencia. Al principio, ignorantes de todo método, sin ejercicio, ni precepto, ni arte alguno, debían su triunfo sólo a su buen ingenio y disposición. Pero después que oyeron a los oradores griegos, y leyeron sus obras, y aprendieron de sus doctores, entró a los nuestros increíble entusiasmo por la oratoria. Excitábalos la grandeza, variedad y muchedumbre de causas, para que a la doctrina que cada cual había adquirido se uniese la experiencia frecuente, superior a todas las reglas de los maestros. Podía prometerse el orador grandes premios, aun mayores que los de ahora, ya en crédito, ya en riquezas, ya en dignidad. Vemos en muchas cosas que, nuestros ingenios llevan ventaja a los de todas las demás naciones. Por todas estas causas, ¿cómo no admirarse del escaso número de oradores en todas ciudades y tiempos? Sin duda que es la elocuencia algo más de lo que imaginan los hombres, y que requiere mucha variedad de ciencias y estudios. ¿Quién al ver tanta multitud de discípulos, tanta abundancia de maestros, tan buenos ingenios, tanta riqueza de causas, tan grandes premios propuestos a la elocuencia, dejará de conocer que el no sobresalir en ella consiste en su increíble grandeza y dificultad? Pues abraza la ciencia de muchas cosas, sin las cuales es vana e inútil la verbosidad, y el mismo discurso ha de brillar no sólo por la elección sino también por la construcción de las palabras; ha de conocer el orador las pasiones humanas, porque en excitar o calmar el ánimo de los oyentes consiste toda la fuerza y valor de la oración. Añádase a esto cierta amenidad y gracia, erudición propia de un hombre culto, rapidez y oportunidad en el responder y en el atacar, unido todo a un estilo agudo y urbano.

Debe ser profundo el orador en el conocimiento de la antigüedad, y no profano en el de las leyes y el derecho civil. ¿Y qué diré de la acción misma, que consiste en el movimiento del cuerpo, en el gesto, en el semblante, en las inflexiones de la voz? Cuán difícil sea ella por sí sola, bien lo declara el arte escénico y de los histriones, en el cual, no obstante que hagan todos singular estudio de voz y de semblante, vemos cuán pocos son y han sido siempre los que se pueden oír sin disgusto. ¿Qué diré de la memoria, tesoro de todas las cosas? Si ella no guardara las cosas y las palabras inventadas, perecerían todas las cualidades del orador, por brillantes que fueran. No nos admiremos, pues, de que sea difícil la elocuencia cuando tanto lo es cada una de sus muchas partes, y exhortemos más bien a nuestros hijos, y a los demás que estiman la gloria y habilidad, a que paren mientes en la grandeza del asunto y no se reduzcan a los preceptos, maestros y ejercicios de que todo el mundo se vale, sino a otros más eficaces para lograr lo que se desea. Nadie, en mi opinión, podrá ser orador perfecto si no logra una instrucción universal en ciencias y artes: estos conocimientos exornan y enriquecen el discurso, que en otro caso se reduce a una vana y casi pueril locuacidad. No impondré yo a todos, y menos a nuestros oradores, en medio de las muchas ocupaciones de esta ciudad y de esta vida, una carga tan pesada como la de que nada ignoren, aunque la profesión del orador parece exigir el que de cualquier asunto pueda hablar con ornato y elegancia. Pero como no dudo que esto parecerá a muchos inmenso y dificultosísimo, porque los mismos Griegos, tan poderosos en ingenio y doctrina y dados al ocio y al estudio, hicieron cierta división de las artes, no trabajando todos en todas y poniendo bajo la esfera del orador tan sólo aquella parte del bien decir que versa sobre controversias forenses y públicas deliberaciones, no comprenderé en estos libros sino lo que, después de mucha investigación y disputa y por universal consenso de los doctos, se ha atribuido a este género, y no seguiré un orden de preceptos como en aquella antigua y pueril doctrina, sino que referiré una disputa que en otro tiempo oí a varones nuestros elocuentísimos y en toda dignidad principales, no porque yo desprecie lo que nos dejaron escrito los Griegos, artífices y maestros de este arte, sino porque sus obras están al alcance de todo el mundo, y no podría yo darles mayor luz ni ornato con mi interpretación. Asimismo me permitirás, hermano mío, que prefiera a la autoridad de los Griegos la de los que consiguieron entre nosotros mayor fama de elocuentes.

 
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Diálogos del orador de Marco Tulio Cicerón   Diálogos del orador
de Marco Tulio Cicerón

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