A
finales de octubre de 2005 fallece doña Rafaela Mendoza. Su hijo, Anastasio
Larrea, recibe las condolencias de su tío Marcelo, que reaparece tras años de
ausencia, de las amigas de su madre, con las que tenía por costumbre reunirse a
tomar el té antes de que la enfermedad la postrase, de sus propios amigos y de
todos los que acuden a la casa mortuoria, incluido algún inesperado
visitante.
Larrea,
que regresó a Las Hilandarias tras su divorcio, rememora durante el velatorio
una epifanía acontecida el año antes de que hiciera la Primera Comunión. Ese
mismo día quedó marcado también por haber sido atropellado por un caballo en una
estampida provocada.
Ese
trance, al cabo del tiempo, mantiene incólumes su fuerza y su misterio. Pero
ahora Larrea ha decidido asumirlo.
Las
fascinaciones que encubren gravosas servidumbres, las tempranas experiencias que
troquelan la vida, constituyen los mimbres de esta narración, cuyo tema de fondo
es el mal.
Su
presencia en el mundo, el precio que se paga por estar bajo su férula, las armas
para combatirlo y el coraje para
empuñarlas.