Barrabás
Capítulo I
Aquella calurosa
tarde del mes de junio, luego de una sesión de castigos y maltratos
medievales sufridos en la escuela, ejecutados por la delgada y agraciada
maestra, andaba recorriendo, vagando por las pedregosas calles de aquel lejano
caserío minero del sur.
Pueblo como tantos otros de la
región, poblados por gentes extrañas, aventureros, extranjeros y vagabundos,
prófugos de la ley o de la vida, que por cualquier medio habían llegado hasta
allí, sin un centavo, muertos de hambre, harapientos la mayoría, ocupando, sin
orden ni ley, el pedazo de tierra que más les
convino.
Se establecieron, construyeron
de manera anárquica, casuchas de palos, barro, piedras y con el tiempo,
levantaron las de zinc u otras láminas metálicas. Se dedicaron a lo único que
allí se podía hacer: trabajar en las minas y sembrar unos cuantos surcos de
frijoles, maíz, yuca y otros tubérculos propios de la zona, que los indios
aprovechaban como parte vital de su escuálida dieta de
siglos.
Todo lo que lograban robarle a
la tierra o a las aguas, debían llevarlos para comercializarlos, a través de la
selva llena de peligros, caminando durante días, hasta llegar a otro pueblo,
donde se reunían los compradores de oro y diamantes, venidos de todas partes del
mundo.
La riqueza de la zona, atraía
gente de la más baja ralea. Aventureros ambiciosos, asesinos, ladrones y
prostitutas, venidos de los más extraños lugares.
Muchos, trastornados por la
búsqueda del oro, se adentraron en el corazón de la selva, plagada de mosquitos,
fieras, serpientes y mortales enfermedades. Solían, tras largos meses de
penurias, amasar grandes fortunas, basadas casi siempre en negocios ilícitos.
Lograron, la gran mayoría, salir con vida, quizás enfermos o maltrechos y
regresar a su mundo.
También hubo, de los que
murieron, víctimas de la malaria, mordeduras de serpientes o devorados por el
temible yacaré. Otros fueron raptados por los indígenas y jamás se supo de
ellos. Algunos, extraviados en la selva, se volvían locos de la desesperación.
Se ubicaban, estos
comerciantes, a las orillas de la única calle que lo atravesaba, colocando
pequeñas mesas de madera recostadas a las paredes. Siempre buscando protegerse
del inclemente sol o de los torrenciales aguaceros.
Sobre
ellas, se veía una balanza, trampeada casi siempre, los monóculos, varios frasquitos conteniendo raros ácidos,
una silla plegable, en donde se acomodaba el comprador, venido de Holanda,
Bélgica, Brasil, Colombia, Argentina, Estados Unidos, turcos y árabes a
montón.
También se veía, algún que
otro nativo mañoso y pícaro, que, aparte de los implementos de la profesión,
disponía además de una botella de ron, una mujerzuela, sacada de algún antro,
que le hacia compañía, ayudándolo, con requiebros y zalamerías a atrapar
incautos.
Llegar hasta ese sitio, era
una tarea titánica, una travesía que se emprendía, sin tener la certeza de
regresar. Lo hacían en pequeños grupos, con el fin de protegerse de los
bandidos, atracadores, que aparte de despojarlos del mineral que transportaban,
les cortaban la cabeza, lanzándola al rió, plagado de pirañas o los enterraban
donde nadie daría con los restos. Esta precaución, igual podía fallar, por lo
que muchos fueron los asesinados, devorados por las bestias salvajes, cuyos
cuerpos jamás fueron encontrados.