Cuando es un artista el que se acerca al rostro singular de un trozo de geografía, la visión, sin perder su concreción específica, se vuelve universal, de modo que todos los ojos, más allá de las distancias y de los accidentes geográficos, saben reconocerse en ese espacio, así, tan hondamente captado. Es lo que sucede con Mis montañas, de Joaquín V. Gonzáles. La tierra, mujer esquiva, sólo se entrega a quien sabe estrecharla con la mirada del amor. Entonces abandona colores, formas, perfumes, esencias eternamente presentes pero hasta entonces inadvertidas. González recibió, en las soledades de La Rioja, esas voces secretas, esas músicas que el ponerse místicamente ante la realidad suele abrir. Y, con la conciencia de una justicia, de una generosidad que busca hacer partícipes de su encuentro, nos muestra el resultado del sumergimiento. Personas, lugares, costumbres, escenas, animales, desfilan con su carga de luz y su emotividad sugerente. La evocación termina por imponérsenos. "...Como un río impetuoso, cuyas aguas transparentes van clarificando, a medida que corre, el fondo de frescas y puras memorias que constituye la permanencia de su cauce".
Incluye una carta de Rafael Obligado.
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