Fin


Primera página : Misterios en la serranía

Martes 03 de Mayo de 2005
Misterios en la serranía

A Tandil la abundan las fábulas: piedras que se mueven, sierras que se van. La noche oculta a las leyendas, nos dicen, y en su oscuridad las expone. Salimos a encontranos con la más feroz: la del Cerro Los Leones.

En pocos minutos la ciudad queda a nuestras espaldas. Frente a la camioneta, el sol se demora en despedir el día. Al abrir la ventanilla, entra ese olor que sólo tienen los atardeceres del campo. Tomamos la ruta menos transitada, allí donde una rotonda marca el límite de la ciudad.

Pronto manejamos en un característico paisaje serrano. Sobre la izquierda, un cerrito nos llama la atención: parece un montón de piedras apiladas. Por la ubicación, debería ser el cerro La Movediza. Y es. Hace como noventa años, una de esas piedras se entregó al destino: perdió su equilibrio encantado y cayó y se destrozó. Aunque antes su fama había trascendido las fronteras y el tiempo. Hoy, a pesar de ser tan solo un promontorio entre viviendas humildes, conserva un halo que la distingue.

Ya queda atrás. Y con ella, las últimas casitas.

Aparecen las primeras chacras orilleras con alguna que otra vaquita, sus chanchos y sus potreros pelados y verdes por las recientes lluvias. Más allá, y hasta donde el horizonte pierde la vista, se extiende como en un suave oleaje la pampa húmeda.

Tomamos la salida a un camino más deteriorado aún. Los pozos se suceden y las ruedas golpean la chata haciéndola sonar como un tambor. Un cartel despintado nos previene del rumbo: ?Cerro Los Leones?; para algunos, refugio de cuatreros y pendencieros; para los demás, una cantera abandonada y unas casuchas que mejor no frecuentar entrada la noche.

Las primeras dos casas son mellizas, pulcras y hasta señoriales. El moho y el verdín cubren sus paredes que un día fueron pujantes. Les siguen varias quintas chicas y despobladas de vida, salvo por un padrillo sin lustre y una yegua que, junto a su cría, pastan a la luz de los últimos rayos.

Avanzamos; el rancherío del paraje resulta difícil de ver: la vegetación es densa, y las casas, bajas. Vemos sus huertas, los frutales en flor, pavos, gallinas y algún gallo despierto. Sin darnos cuenta, el camino se hizo calle y se nos aparece una somnolienta estación de tren. Antes de las vías y en medio de un yuyal, una imagen de la Virgen María. A los pocos metros, un pequeño acceso, una tranquera y un cartel: ?Cantera Cerro Leones?.

Detenemos la camioneta ?no hemos visto a nadie, ni siquiera a un fantasma?, y bajamos, despreciando las recomendaciones en contrario.

Dicen que frente a donde estamos parados existía el cerro Los Leones. Dicen que no lo vemos porque una cantera lo hizo volar. La primavera prolongará por un rato la luz del crepúsculo.

El único sendero que entra a la cantera no es cordial: los cardos pinchan de tanto en tanto, las ranas vocalizan sus estridencias bajo el refugio de la enorme ciénaga que dejó el cerro al irse. No hay mucho más.

Volvemos, la camioneta espera solitaria. Si no fuera por que las quintas están cuidadas, o por los animales, dudaría de que en el paraje viviera gente.

Dicen también que entre aquellas casas subsiste una de las cantinas más ancianas de la zona. Allá nos dirigimos.

Una esquina, los carteles de publicidad antiguos y el techo de chapa delatan el antiguo bar. Adentro, el bolichón no dice mucho: chico, sucio y un mostrador de tablón sostenido por dos pilas de latas de galletitas. Para variar, no hay nadie, ni los gatos que le impregnaron su olor a pis. Hacemos ruido para atraer la atención, y de un costado aparece una gorda con la misma actitud de quien no está teniendo una buena digestión.

Dudando tanto de la hospitalidad de la gorda como del estado de las bebidas que se ofrecen desde unos estantes de madera podrida, desistimos de prolongar nuestro interés telúrico. Pero presagiamos la imprudencia de huir sin justificar la molestia ocasionada al orondo descanso de nuestra anfitriona. Un domador que vende caballos, al parecer a buen precio, nos sirve de coartada. Sus respuestas son tan extravagantes como inaccesibles. Ahora sí juzgamos prudente dar por terminadas las averiguaciones. Le agradecemos y nos despedimos.

Salimos hacia la noche; ya se dejan ver las estrellas y la luna menguante.

Los cascos de un caballo suenan calle abajo. Imaginamos la aparición de algún malevo de fama. De la oscuridad salen tres chiquilinas montando ?como en un ómnibus? a un matungo inexpresivo; la mayor tendrá diez años. Desde su inocencia nos saludan sonrientes, levantamos nuestras manos en respuesta y las vemos perderse calle arriba.

Ya en la chata, el motor despabila la mudez del paraje. Mejor será atender las advertencias recibidas en Tandil y volver. Ya habrá tiempo para la leyenda.

De regreso, pasamos por los mismos lugares: las vías, la estación, la cantera abandonada, la Virgen y las casas mellizas. En la oscuridad se ve la silueta que dejó el cerro cuando se fue, cuando lo fueron. Es el retrato de un cerro con la figura de dos leones que vigilan la inmensidad, protegiendo a Tandil de acechanzas remotas, donde cabalgan nuestros pensamientos.

Y ya la última mirada nos devuelve el vacío, las líneas de la enorme cava recortándose en el cielo nocturno. El cerro ?Los Leones? queda atrás.

Tal vez mañana, y con el alba, vuelva el cerro con sus leones, y con el sol, vuelva la gente.

 
Publicado por Santiago Vigil a las 07:00